BCN216 & Synergy Vocals
BCN216 & Synergy Vocals
Barcelona, L’Auditori.16 de junio, 2011
Carles Santos, gran conocedor de la obra de Steve Reich, iba a sustituir a éste al frente de la BCN216 por razones de salud, pero a última hora también aquél tuvo que excusar su ausencia. Ante tal panorama, la orquesta de cámara barcelonesa acometía en solitario la responsabilidad de reproducir dos obras mántricas de Reich: el Sextet que compuso a mediados de los ’80 y Music for 18 musicians.
No son casuales las similitudes entre ésta y la ópera Einstein On The Beach de Philip Glass. Estrenadas el mismo año, rompieron con las formas tradicionales de la música y, de paso, abogaban por otro tipo de escucha. Ambas obras provocaron ríos de tinta y críticas dispares, quedándose la mayoría en la superficialidad de la repetición minimalista y el ritmo como único apoyo estructural, hasta el punto de imitar su estilo en múltiples sintonías para noticiarios. Sin embargo, el tiempo les ha dado la razón al reivindicarse su innegable influencia en la música electrónica actual. De hecho, el concierto que nos ocupa inauguraba oficialmente los actos del Festival Sonar de Barcelona.
El origen de sus respectivos lenguajes, no obstante, proviene de otros lares más exóticos. Tanto Reich como Glass se basan en los ritmos tribales africanos y en las liturgias místicas orientales, apropiándose de la sonoridad de gamelanes, marimbas y cantos guturales, por citar algunos ejemplos de sus elementos habituales. Al respecto, la voz adquiere en sus obras el mismo peso que cualquier otro instrumento, pero también pretenden un efecto hipnótico en el oyente a través de las relaciones de tensión y distensión que los músicos van tejiendo en escena. La energía de esa música, en directo, es agotadora en el lado del foso orquestal, y catártica para el de las butacas…
Antes de proseguir, conviene advertir que una reseña sobre la música de Steve Reich puede plantearse desde muy diversos ángulos. En nuestro caso, hemos optado por abordarla desde una lectura política y biológica, además de estética. La decisión de Reich de prescindir de un director para el conjunto ya supone una declaración de principios. En efecto, Reich concibe su música como un proceso orgánico y abierto a todo tipo de mutaciones, y exige que los músicos se comporten entre sí como si se tratara de una gran família. Para tal fin, los miembros del ensemble han de pergeñar un sistema de comunicación preciso como un reloj suizo para sincronizar entre sí todos los posibles cambios. Este discurso vivo, enriquecido por las constantes entradas y salidas de los intrumentos –unos siguen las líneas de otros, o se las intercambian, las cruzan, las ralentizan, las estiran, etc.–, convierte a sus interlocutores en una pequeña comunidad política, en la que una simple mirada contiene mayor significado que el dictado de una partitura. La complementariedad y la compenetración son, por lo tanto, ingredientes básicos para el buen desarrollo democrático de las dos piezas comentadas.
No del todo bien resuelto al inicio de la primera, el ensemble trastocó Music for 18 musicians en un análogo sistema pluricelular de construcción autopoiética (sirviéndonos del concepto de los biólogos Maturana & Varela). La propia inercia impele a avanzar, mientras que el azar introduce las variaciones en sus armónicos, síncopas y tonos. Tan sólo una breve unidad temática –de marimba, generalmente– marca aquí los cambios de secuencia. El resultado es una amalgama sonora que se construye y se destruye a sí misma por saturación, anulando la sensación de repetición por el propio cúmulo de líneas y frases. Su dinámica ontológica, crecida sobre picos excitantes –¡hasta cuatro pianos y siete idiófonos (entre marimbas, xilófonos y vibráfonos) llegaron a sonar simultáneamente!–, es un puro devenir de olas (siempre pautadas, y siempre distintas), hasta regresar al inicio tras un largo proceso –una hora sin descanso– de progresiva desnudez, recuperando finalmente los primeros compases con que se abrió la pieza. Enmarcados entre interludios pianísticos fugaces que darían mucho juego en dedos de Santos (al que no se añoró gracias al buen quehacer de los allí presentes), los partícipes de Music for 18 musicians gozaron además de un sonido excelente –es justo incluir al técnico como un músico más– y del coro de las Synergy Vocals, en cuyo currículum constan varias grabaciones de Reich –Music for 18 musicians (BMG, 1999), Drumming (Cyprès, 2002), Three Tales (Nonesuch, 2003), Minimalist Jukebox 2 (Deutsche Grammophon, 2006), así como de otros contemporáneos como Karl Jenkins –Imagined Oceans (Sony, 1998), River Queen (EMI, 2007)– o Louis Andriessen –Minimalist Jukebox 1 (Deutsche Grammophon, 2006)–.
En cambio, Sextet no corrió la misma suerte. Donde tan sólo imperaba el volumen faltó trabajo de texturas; donde se hacían más relevantes los ejercicios de contrastes, se perdió el brillo del matiz; donde la superposición de capas se hizo más acusado, se evidenciaba una cierta descoordinación entre los clusters sonoros. Echándose en falta un poquito más de compensación entre los músicos en algunos momentos –en ciertos puentes armónicos, por ejemplo, en los que un instrumento obstaculizaba la expresividad de otro, como ocurría con los cueros percutidos o con un neurótico sintetizador que, insistiendo en un ritmo machacón con desajustado volumen, ahogaban los sonidos de las lamas de marimba al ser frotadas con un arco–, la cosa calentó motores en la fase final, antes de ultimar ese clímax típicamente reichiano. Sin conseguir del todo la argamasa de la otra mitad del concierto, la interpretación de Sextet traía al recuerdo aquella mágica versión que el Amsterdam Percussion Group de Josep Vicent ofreció hace unos años en el Teatre Lliure.
El público, quien obsequió con un respetuosísimo silencio durante todo el concierto, rabió a gusto con su estruendoso aplauso al final de la velada, con una entrega quizá algo exagerada pero que sin duda sería la envidia de toda formación clásica. Lejos de aquellas hibridaciones que seducen más en el papel previo que por el resultado final –estamos pensando en los fallidos encuentros entre la OBC y dj’s de toda calaña (como Pan Sonic, Christian Fennesz, Richie Hawtin, DJ Rupture o Ryuichi Sakamoto) en este mismo lugar y festival en 2004 y 2005–, obras como las de este concierto no necesitan de más añadidos superfluos. Se bastan solas para conseguir –aunque sea a pequeña escala– alterar las conciencias, afectar los sistemas nerviosos y revolucionar un poco los oídos, sin lisergias atuneras, ni enchufes eléctricos, ni músicas en lata. Experiencias así, tan a pelo, escasean cada vez más en un mundo que comienza a condenarse a sí mismo por el anquilosamiento del exceso sin fin. // Iván Sánchez-Moreno