Arboleras

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“De las altas mares…”

Barlovento Músicas / Karonte, 2009

La bella hija de Poseidón bautizó la isla con su nombre. Bañada por el mar Egeo y apadrinada por el dios del sol, en la helénica Rodas se encuentra una insospechada aunque prolífica herencia sefardí. Ya en tiempos de Cruzadas fue tomada por los Caballeros de San Juan, que expulsaron a los muchos judíos de origen bizantino que allí residían. Tras la reconquista del Imperio Otomano regresaron a la isla en pleno Siglo de Oro, conservando aún aquel sedoso castellano antiguo. Por entonces disfrutaron del respeto negado, cuando el sultán Suleimán firmó un decreto para los desterrados de España asegurándoles su protección y libertad religiosa a cambio de un servicio militar obligatorio, tal y como cuentan las Coplas de Askerlik. Sin embargo, la ola de antisemitismo que resurgió en toda Europa a lo largo del siglo XIX (y que trágicamente se consolidaría con la llegada al poder democrático del partido nazi en Alemania), más el añadido de un feroz terremoto que dañó severamente la isla a mediados de siglo, rompieron con aquel largo período de paz y armonía para el pueblo judío, obligándoles de nuevo a una diáspora a principios del siglo pasado hacia tierras aparentemente menos inhóspitas como Argentina, Brasil, Uruguay, Bélgica, Sudáfrica, el Congo y, cómo no, EEUU. Los pocos que se quedaron no corrieron mejor suerte: del total de 1700 judíos censados en la isla en 1944, tan sólo sobrevivieron 150 en los campos de Auschwitz

Varios de estos judíos emigrados o familiares directos compartieron su memoria histórica con los integrantes del grupo Arboleras, legándoles parte del cancionero que se ha ido conservando de generación en generación por vía oral desde la antigüedad. De ahí que muchas de las piezas rescatadas ahora hablen de la partida de los seres amados, del ocaso del día, del tempus fugit o de cartas que nunca llegaron, además de coplas que describen con sumo detalle rituales del folklore sefardí (desde recetas de cocina hasta cánticos para “amenizar” la circuncisión, como La noche albada). Reunidas por Susana Weich-Shahak durante una exhausta investigación que le ha llevado por todo el mundo hasta recalar en Argentina, estas joyitas semidesconocidas de la cultura sefardí han sido grabadas por el grupo Arboleras con la ayuda de otros músicos invitados como el cantautor Eliseo Parra, el violinista Francisco Ortega, el etnólogo José Manuel Fraile, Alfredo Valero al acordeón, el coro de Ecos de Rodas y Dimitris Psonis (colaborador habitual de Jordi Savall y Maria del Mar Bonet) al oud y el santur, entre otros, que dotan de mayor valor al conjunto.

El repertorio varía entre lo ladino, lo anodino y lo emotivo, según formas y temáticas. Repartido profusamente en dos discos compactos y acompañado con un completo libreto, el recopilatorio recoge 40 piezas que comprenden casi un milenio de edad, desde el medievo para acá. Es interesante analizar los cambios (o las influencias) que se han producido en estas músicas a lo largo del tiempo hasta la actualidad. La romanza, por ejemplo, género enraizado en la España medieval, pasó a evolucionar como nana o canción de cuna, y a alguna se le pierde la pista de su origen más allá, incluso. Es el caso de La dama y el pastor, que fue encontrado por un casual entre las notas distraídas y los garabatos que ensuciaban un viejo cuaderno de estudios del mallorquín Jaume d´Olesa. Trata ésta de un frustrado intento por seducir al joven mozo, resistiéndose éste con la apelación a sus votos de fidelidad conyugal. Otros romances se ambientan en las pugnas entre cristianos y moros y no obstante apoyan sus melismas en el canto ritual hebreo (La hermana cautiva, La partida del marido, La tormenta calmada o La doncella guerra, por nombrar unas cuantas). También se cuentan lúbricos sainetes de cornudos y putones (La adúltera, La mujer engañada), deudas de honor y juego (Rico Franco) y denuncias feroces de violaciones e incestos (como El seductor de su hija) que, relatados a pelo y sin miramientos, sirvieran de crítica social contra el abuso familiar y el silencio encubridor. Es la de este largo bloque pura música desnuda, voces a capella y sin domesticar, que quizá plazca más al goce intelectual que al oído estético.

Las coplas, en cambio, más didácticas en su intención, intentan dar constancia de ciertos episodios de interés histórico, y para tal fin en su estructura se repiten estribillos que cumplan con la función de cohesión coral. Las hay de tema bíblico –como la que cuenta los infructuosos esfuerzos de la esposa de Putifar por corromper al casto José, o aquella que en tono desenfadado parodia los celos de los ángeles que obstaculizaban el descenso de Moisés con las tablas de la Ley–, sarcástica filosofía de la vida (Las edades del hombre) o escenas culinarias (como Los guisados de las berenjenas, con mención de las cocineras). Más dinámicas son las cantigas amorosas y los cantares seriados que cierran el doble disco. Sirva de ejemplo El amor doliente, una suerte de habanera que ya empieza destroyer: “Negra fue la hora que te conocí”… y sigue así hasta el más profundo amargor, ay amor. Consejos hay sobre matrimonios de edades dispares (“Muchachica de quince sos, tomates de ochenta; a la gente le pareció el papu con la nieta”, rezan los Amoríos y bodas), las arras debidas (Los regalos del suegro) y las cobradas (El regateo de las consuegras) y la fertilidad ansiada (La galana y el mar y Las prendas de la novia, que se cantaban en el baño ritual). Otros cantares se nutren hoy de ritmos que recuerdan a trópicos de otras lindes (Prohibido el paso o La partida al África que, pese al título, suena a tango) o enumeran deseos y quejas (Nana de los buenos augurios, El canto del gallo). Muchos de ellos se conservan aún en España como villancicos acumulativos de pandereta y zambomba, como se descubre con El cabritillo y La mar, que de bien seguro podrían emparentar con canciones de excursión escolar como Vamos a contar mentiras, Un elefante se balanceaba, La granja de Pepito o En Joan Petit quan balla en Catalunya.

Al final, de todo ello se desprende que la música, allende etiquetas que las distingan y mares que las separen, siempre ha sido la misma. Cambian los contextos y sus funciones, cambian los oídos que lo valoran, cambian usos e instrumentos. Pero más que marcar tendencias de futuro –como si los críticos fuéramos pitonisas– la música (la que sobrevive a la vida de sus autores, hasta el punto de olvidarse éstos) no es más que una puerta abierta para el estudio de la historia. A los que estamos aburridos de los nombres de escaparate aún nos queda el consuelo de las garantías del pasado. Relacionados // Iván Sánchez Moreno