Sonsoles Hernández Barbosa

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Sinestesias
Abada Editores, 2013

Más allá del interés que pudiera despertar en el campo de las artes por su potencial creativo, la sinestesia fue un prolífico caldo de cultivo para otras disciplinas aparentemente alejadas de lo estético como la medicina, la física, la neurofisiología, la psicología y hasta las ciencias ocultas. Entendiendo el fenómeno como la sensación cruzada entre estímulos distintos con respecto a su propio sistema perceptivo natural, la sinestesia propició estrechas colaboraciones entre músicos, pintores y poetas, como ejemplifica el caso de Scriabin & Kandinsky. De hecho, a finales del siglo XIX originó toda una corriente práctica de pensamiento estético ligado tanto al impresionismo pictórico y musical (Monet, Corot, Gaughin, Fauré, Debussy, Chausson, Ravel) como a la poesía simbolista de la época (Wilde, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Huysmans, Maeterlink).

La doctora Sonsoles Hernández Barbosa repasa en Sinestesias. Arte, literatura y música en el París fin de siglo (1880-1900) todas estas implicaciones a un lado y otro de las ciencias sociales y la estética del momento, planteando una crítica mirada sobre los intentos pretenciosos por crear una obra de arte total, capaz de integrar una síntesis de diversas formas de goce estético a la vez (incluyendo no sólo música y poesía, sino también artes plásticas y perfume). La propuesta, más cerca del lado de la recreación onírica que de la representación realista, tuvo una significativa puesta a prueba con El cantar de los cantares (1891), la cual se saldó con un fracaso rotundo de crítica y público que acabó a puñetazos, bastonazos y hasta tiros entre simbolistófilos y simbolistófobos. El resultado fue una especie de retablo viviente con música de fondo y profusión de olores a incienso por toda la sala, haciendo corresponder cada clave sonora con una determinada variación odorífera. El espectáculo multisensorial que proponía la obra –decorado por pintores nabís y una iluminación ad hoc– fue la excusa que llevó a la autora a indagar en los antecedentes que animaron a sus principales promotores a embarcarse en tal hazaña suicida.

yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Sonsoles Hernández BarbosaLa época fin de siècle fue machaconamente narcisista y dada a los excesos experimentalistas, por lo que la curiosidad sinestésica sin duda acarrearía una notable explotación de sus posibilidades. Además, al romper con el credo formalista del Romanticismo que afirmaba tajantemente una relación natural entre forma y significado, la sinestesia ofrecía en bandeja un necesario ideal de autonomía estética que encajaba con el anarquismo político como principio de individualismo libre, creativo y autoconsciente. Como precursores de un punk decimonónico, los seguidores del dandismo querían aislarse artificiosamente de la sociedad por la vía de la extravagancia y la notoriedad, aspirando a su propia emancipación creativa respecto a público y prensa y reclamando para sí una autonomía y una independencia de sus propia reglas estéticas. Por supuesto, estar dotado de un don extraordinario como la sinestesia era sumamente apreciado por la marginalidad que de ello se derivaba.

No en vano eran muchas las opiniones de expertos que atribuían a la sinestesia un origen patológico, asociada en muchos casos con problemas neurológicos de tipo histérico y epiléptico que generarían alucinaciones perceptivas. Voceadores del degeneracionismo como Cesare Lombroso o Max Nordau explicaban la sinestesia como una anomalía del sistema nervioso que no habría superado un nivel primitivo de desarrollo en cuanto a la especialización de los sentidos. Autores como los citados aseguraban que un escaso aprovechamiento de los recursos culturales llevaría a la atrofia con base orgánica de los sentidos y del intelecto, concluyendo que existía una relación mimética y directa entre aquello que se piensa (por exceso o por defecto) y su manifestación somática en el cuerpo. Así, en resumen, afirmaban que si se discurre poco y mal –¡aviso para los gestores culturales!–, el organismo se corrompe irremediablemente. Y, por supuesto, eso también afectaba a la calidad artística, satanizando toda vanguardia contraria a los postulados tradicionalistas y a los valores conservadores del momento.

Por eso, de entre todas las artes la más dúctil a la hora de fomentar vínculos sinestésicos era indudablemente la música. La ausencia de referentes materiales en ella –no así en la pintura figurativa, la escultura, la arquitectura o cualquier género literario– la convertía en el arte más sugestivo para integrar sensaciones ajenas a su espectro perceptivo. Carente de constricciones referenciales, la música quedaba libre del corsé formalista, servil y utilitarista para con la sociedad y, de paso, abría la posibilidad de generar todo tipo de analogías sensoriales y subjetivas. La duda surgía en el momento de cuestionarse si dicho fenómeno era debido a causas naturales (como apuntaban los teóricos degeneracionistas del párrafo anterior) o si bien se podía provocar artificialmente a través de una obra de arte multisensorial (como buscó infructuosamente aquel nefasto Cantar de los cantares).

La tesis de fondo entroncaba con la tradición platónica –por vía de San Agustín– de una realidad trascendente más allá de los estímulos mundanos, como una conexión inmediata del alma con Dios por medio de los sentidos. No obstante, el primero en exponer una teoría más convincente desde un empirismo pseudo-científico fue el sueco Emanuel Swedenborg (cuyos escritos conocería Baudelaire por sus contactos con el espiritismo y las doctrinas mesméricas). El autor concebía así una naturaleza humana separada entre el cuerpo (la realidad física) y el espíritu (el ideal metafísico) que convenía restaurar. Pronto los románticos y los iluministas del siglo XIX adoptarían la teoría del sueco como excusa para administrarse toda clase de drogas y alcanzar dicha unidad, accediendo de esa forma a nuevos modos de acceder a una realidad paralela. El láudano, el opio y el hachís fueron las más consumidas, aprobadas por algunos referentes de la recién estrenada psicología del momento.

Al contrario que los degeneracionistas, ciertos psicopatólogos y médicos valoraban la sinestesia como un don del que presumían personas dotadas por el genio creador. Jules Millet apostaba por una educación sinestésica con el fin de mejorar no sólo las artes, sino el propio sistema nervioso del hombre. A su parecer se sumarían las posturas de Charles Henry, Wilhelm Wundt y Hermann von Helmholtz. El primero de ellos, más moderadamente mecanicista que los otros dos, se sirvió de la hipnosis para investigar sobre las correspondencias entre olores, colores y sonidos. Por su parte, Paul Souriau se atrevía a hablar de percepción cromática inconsciente al oír determinadas notas musicales, mientras que Alfred Binet desconfiaba de llevar a la práctica una sinestesia estética global porque, según el método introspectivo wundtiano, el sujeto se distraería de un único foco de atención consciente.

Esta polémica se reflejaría también en el área de la pedagogía musical, como prueban los estudios de Marie Jaëll, Louis Favre y Jean D’Udine (pseudónimo de Albert Cozanet y discípulo del inventor de la gimnasia rítmica, Émile Jaques-Dalcroze). Jaëll usaba la introspección para mejorar la habilidad pianística de sus alumnos, estableciendo correspondencias entre la concentración mental en un color y la digitación motriz. Favre, siguiendo a la anterior, llegó a diseñar un teclado coloreado como los de juguete con los que suelen torturarnos los oídos los niños pequeños en casa. No es casual tanta pasión sinestésica por parte de la psicología, pues en sus inicios fue apreciada como una posible disciplina científica para el estudio de las artes. Un ejemplo de ello lo plantea el paralelismo que D’Udine/Cozanet entrelaza entre las composiciones de Bach, los grabados de Durero y la estructura cromática de los cuadros de Rafael, sentando las bases para una futura traducción digital en el desarrollo de programas de análisis pictórico en Inteligencia Artificial y psicología cognitiva.

Sin embargo, la autora del libro pasa de puntillas por otros prósperos acercamientos al tema como los derivados de la psicología de los pueblos (Völkerpsychologie) de Aloïs Riegl o el citado Wundt, o de las teorías de la empatía (o Einfühlung) de Theodor Lipps & Wilhelm Worringer, las cuales explicarían a su modo los distintos desarrollos sinestésicos en diferentes culturas estéticas. En cambio, donde más se detendrá la autora es en un completo análisis sobre la filosofía estética debussyana, de la que es una destacada experta.

Más dirigido a la sugestión evocativa que a la representación naturalista, el lenguaje musical de Claude Debussy fue muy dado al solipsismo sinestésico, coincidiendo con la atracción que el poeta Charles Baudelaire sentía por la obra wagneriana para demostrar su propia teoría de las correspondencias asociativas. Tal era el amor que profesaba a Wagner que su música (y más en concreto su ópera Tannhäuser) ejerció un poder curativo en él tras el infarto cerebral que sufrió en sus últimos días. Debussy no era un fan tan acérrimo, lo cual justificaría su distanciamiento con respecto a la obra wagneriana no sólo por razones de índole nacionalista sino también por el desprecio que le inspiraba todo snobismo de salón. Por ende, ese mismo elitismo exclusivista del que pretendía huir el músico francés era también un motivo estético y social para autoproclamarse superior a la media. Y huelga decir que la presunción sinestésica era toda una declaración de principios al respecto. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno