Orquestra Simfònica del Vallès
MozArt: Rèquiem d’Ombres
Palau de la Música Barcelona, 22 de septiembre de 2012
Contra todo pronóstico, Enrico Onofri no se sustentó en los arreglos más barrocos del célebre Réquiem mozartiano –que en cambio sí defienden puristas como Jordi Savall o Nikolaus Harnoncourt– como réplica a las hipérboles románticas del estilo de Herbert von Karajan, por citar un “clásico moderno”. El hecho de haber liderado durante años Il Giardino Armonico llevaba a pensar que Onofri se decantaría por una lectura más fiel a la época de su compositor. Pero si bien en Il Giardino confería a sus repertorios vivaldianos un exquisito swing vitalista, en este Réquiem que abría la nueva temporada de la Orquestra Simfònica del Vallès (OSV), Onofri subrayó sobre todo los vientos y, cómo no, dejó hacer a un Orfeó Català en estado de gracia.
Parte de la grandeza de esta solemne tarde se debió a la colaboración de Els Comediants, formación residente en el Palau de la Música durante esta presente temporada, cuyo estreno no podía ser más sorprendente: Sobre el escenario, un ángel anunciador repartía entre los atriles una rosa roja, mientras los miembros de la orquesta iban sentándose en silencio. Del fondo fueron apareciendo en procesión los integrantes del Orfeó, portando consigo una luz azulada. El ángel, interpretado por Jordi Vidal –un nombre ya conocido por los seguidores del teatro musical de pequeño (The Black Rider, adaptación de la obra homónima de Tom Waits y William Burroughs; Mon Brel, recreación del cancionero del belga) y gran formato (Gaudí; The Full Monty)– desempeñaría un papel de maestro de ceremonias, trayendo y sacando a los cantantes uno a uno. La puesta en escena ya denotaba que aquello no iba a ser tan sólo un concierto, sino también una misa a los muertos. El planteamiento narrativo partía de un recuerdo al Mozart más alegre y jovial –la Sinfonía nº 10, escrita cuando el autor apenas tenía 14 años–, en contraposición al más tremendista y oscuro –el famoso Réquiem–.
De entre las más de 40 sinfonías oficiales acreditadas a su autoría, la que abría el concierto no era tampoco de las más reconocidas. Pero al menos servía varios momentos de lucimiento a las trompas, que Onofri supo apreciar aunque los solitas no brillaran particularmente. No obstante, la sinfonía en cuestión contiene algún que otro pasaje que seguramente tomó en préstamo Karl Jenkins para sus composiciones cultas, al margen de su proyecto en Adiemus.
Le seguiría The Flower Is A Key, un encargo de Sergio Cárdenas que escribiera en 2002 a partir de un texto de Dyma Ezban (y adaptado al catalán por Francesc Subirana), y que favoreció el ángel para dar rienda suelta a un personal histrionismo cabaretero. De cierta complejidad musical, la pieza del mexicano entrelazaba algunos detalles de la biografía de Mozart con guiños jazzísticos y de aires cinematográficos, creando una leve atmósfera de inquietud que mantenía a los niños presentes en la sala con la boca abierta y los ojos como platos. El ángel de Jordi Vidal, con la cara pálida y unas alas negras, rapeaba con buena dicción y gestos muy expresivos entre las disonancias de la orquesta y las réplicas del coro, para fusionarlo al final con la afinación previa al Réquiem. El resultado fue un soberbio aperitivo a lo que aún estaba por venir.
Escrito por Mozart en la más prolífica etapa de su vida, el Réquiem no gozó de la gloria que se merecería en su momento, pues su patrono y mecenas por aquel entonces –el conde Walsegg-Stuppach, y no Antonio Salieri, como apunta la película de Milos Forman (1984)– la estrenó dos años después de la muerte de su verdadero autor haciéndola pasar por propia. Tampoco es que la versión que hoy conocemos del Réquiem sea muy fiable, porque Mozart sólo terminó el Introitus y el Kyrie inicial, siendo el resto completado por su discípulo Franz Xaver Süssmayr. Por otra parte, los versos bíblicos que son el corpus de esta obra inmortal progresan desde el miedo a la muerte y el juicio de Dios, hasta la redención de las almas y la esperanza por recibir la paz eterna. Els Comediants, que ya saben que la música no es sólo cuestión de buena interpretación vocal o instrumental, pusieron de manifiesto la importancia de la expresión corporal y facial, como ejemplificaba el ángel con su silente parsimonia ceremonial: colgando velos negros desde el primer piso, paseando entre las butacas con un incensario, iluminando las escultóricas musas como si las juzgara una luz divina, etc.
Marta Mathéu, de extensa carrera mozartiana, se encargó de abrir y cerrar la misa, secundada por un Orfeó que destacó especialmente en el Confutatis y el jubiloso Sanctus, y que se complementó muy bien con las otras voces solistas (David Alegret, Pau Bordas y Gemma Coma-Alabert). El director vivió con intensidad toda la experiencia musical, murmurando el texto junto a los cantantes, elevándose de puntillas en los parajes más tensos y abriendo muy expresivamente los brazos, como si compitiese con el ángel por alcanzar antes que él el cielo. Sin duda se lo iba a ganar después de todo, terminando con la espalda empapada de sudor y el gozo en los semblantes de muchos de los asistentes, que no le dejaron marchar sin recibir una larga ovación. Onofri lo agradeció con un bis: una Lacrimosa más contenida emocionalmente que su predecesora.
El concierto tuvo tanto de ritualización que el efecto estético y psicológico de ver al ángel recoger lentamente los velos negros con movimientos sinuosos producía en el espectador una honda impresión. Que los cuatro cantantes abandonaran la escena después de arrodillarse ante el coro al final del Recordare, como si reclamaran la presencia de un Dios sordo a las plegarias mortales, predisponía al público a sentirse acongojado por la fuerza con que luego resurgiría la voz del coro en el Confutatis. Pero donde el Orfeó conseguiría transmitir todo el sentimiento de abandono en las manos de ese Dios ingrato y luego misericordioso fue en el Offertorium, dudando de las promesas que Él hiciera a los ancestros por una Gloria incierta. Fallaron trompas y percusión, sin ser un lastre para el conjunto, mientras que la introducción del chelo fue particularmente hermosa y muy bien ejecutada.
Decir que fue emocionante sería insuficiente, porque lo vivido allí rozó la catarsis. Si esto es un anticipo de lo que Els Comediants pueden hacer en esta recién estrenada temporada, auguramos magníficas veladas de la mano de la OSV y el Orfeó Català que hacen del Palau su hogar y, decididamente, también el de las almas melómanas de esta ciudad cada vez más enfangada entre el diseño de postal y una crisis galopante. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno