Hespèrion XXI

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Hespèrion XXI

“Bal-Kan: Miel et Sang”, Alia Vox, 2013

Bal-Kan (traducido como “Miel y Sangre”) fue el nombre que durante años recibió la región de Europa tomada por los otomanos: la que comprende geográficamente el conjunto de los Balcanes. Una zona, por cierto, que hace 3000 años fue la cuna misma de la actual civilización occidental. Su conflictiva situación, justo en la bisagra entre tres continentes, propició una larga historia de cambios críticos como resultado de numerosas guerras entre naciones. Pero, en consecuencia, fue por ello mismo enriquecida con un amplio abanico de culturas que ha legado una fructífera herencia musical y literaria.

Sobre estos aspectos da buena cuenta el viaje-mosaico que propone Jordi Savall al frente de su Hespèrion XXI, paseándose por diversas épocas y culturas musicales que abrazan el cristianismo, el islamismo y el judaísmo junto a 40 músicos de distinta procedencia: Turquía, Grecia, Bosnia, Armenia, Bulgaria, Hungría, Chipre, Siria, Bélgica, Francia, España, Rumanía, Israel y Marruecos coinciden entre las filas de esta vasta formación en un disco-libro bellamente editado con tapa dura y casi un centenar de imágenes. Concebido por Montserrat Figueras y el propio Savall, Bal-Kan compendia más de 50 piezas repartidas en tres cedés, con el acompañamiento de un tocho de 600 páginas con textos en doce idiomas –firmados por Savall, Manuel Forcano, Paolo Rumiz, Sergi Grau Torras, Jean-Arnault Derens y Tatjana Markovic (de la Academia Austríaca de Ciencias)–.

Bal-Kan nació como secuela de Espíritu de los Balcanes (Alia Vox, 2013), un disco de contenido mayoritariamente instrumental. A diferencia de éste, en Bal-Kan se da más preeminencia a las piezas cantadas, estableciendo un diálogo entre músicas diversas de los pueblos balcánicos, además de atestiguar el paso de las diásporas cíngaras y sefardíes. De hecho, reúne un gran repertorio de instrumentos de sonoridad tan exótica como su propio nombre sugiere: kaval, gûdulka, tambura, kamanchá, ud, qanûn, santur, ney, frula, saz, címbalos, etc. Pero con Bal-KanSavall pretende sobre todo recuperar la tradición oral de esas músicas autóctonas, aquellas que no han quedado recogidas en ninguna partitura o grabación y que sin embargo perduran en el legado familiar generación tras generación. Se trata generalmente de músicas que se manifiestan en fiestas populares y ceremonias que celebran los ciclos naturales de la vida como la creación del universo, la primavera (como era de nacimiento), el verano (como estación del amor), el otoño (por su vínculo con la madurez y el ocaso) y el invierno (antesala de la muerte y el final del año). He ahí la explicación sobre los dos subtítulos de la obra que nos ocupa: Las voces de la memoria y Los ciclos de la vida.

El proyecto en cuestión ya se estaba gestando tras el concierto-homenaje a la ciudad de Sarajevo que se presentó en el Festival Grec de Barcelona hace dos años, cumpliéndose las dos décadas desde la fatídica desintegración y guerra civil de la República Yugoslava, en la cual perecieron 12000 personas a manos de las tropas serbias. Europa respondió entonces con un silencio absoluto, sin mojarse en el conflicto, lo que culminó en una prolongación del asedio durante cuatro largos años. Sarajevo, punto cardinal de la convivencia entre culturas eslavas –tanto de orden católico, ortodoxo, musulmán y hebreo–, sufrió en todo ese tiempo la degradación constante de bombas, metralla y fuego, quedándose en la pura ruina. Pero antes de hablar del disco-libro, pongamos en antecedentes al lector.

El origen del proyecto

El 6 de abril de 1992, ocho años más tarde de los penúltimos Juegos Olímpicos, miles de ciudadanos de todas las etnias se congregaron frente al Parlamento de Bosnia-Herzegovina tras el llamamiento del Partido Democrático Serbio de Radovan Karadzic a excluir de la administración pública a croatas y bosnio-musulmanes, con el beneplácito del Ejército Popular Yugoslavo que rodeaba la ciudad. La víspera anterior, las Naciones Unidas habían aceptado formalmente la independencia de Bosnia-Herzegovina.

La primera ráfaga desde los asentamientos de los francotiradores abatió a once civiles. Fue el detonante de una situación que no variaría en cuatro años, con la capital literalmente constreñida por las montañas fronterizas y la incesante lluvia de morteros. En 1995, en Srebrenica se fraguó la matanza de más de 7600 musulmanes, sin contar con la mutilación de niños y la violación sistemática de mujeres. Dos años más tarde, en Kosovo, cayeron 3000 albaneses y se movilizaron a más de 300000 desplazados que habían perdido su hogar. Tras el juicio del Tribunal Internacional de La Haya por los crímenes de guerra cometidos por Slobodan Milosevic y la declaración de (nueva) independencia del parlamento Kosovar respecto de Serbia –en 2000 y 2008, respectivamente–, continuaría la persecución y masacre de minorías en la región, esta vez contra el pueblo serbio. Y suma y sigue… La historia, por desgracia, se repite una y otra vez.

Como conclusión, veinte años después del inicio del conflicto miles de ciudadanos volvían a manifestarse frente al mismo enclave parlamentario de entonces, aunque ahora presentándose con pancartas escritas en alfabeto latino y cirílico reivindicando el fin de todos los nacionalismos. La razón era en esta ocasión que los recién nacidos se veían privados de número de identidad nacional y, por tanto, estaban desasistidos por la Seguridad Social y carentes de pasaportes para ser tratados en el extranjero. Y todo ello debido a los múltiples desacuerdos políticos entre los partidos que se disputaban el gobierno del país. Asimismo, bosnios, serbios y croatas siguen viviendo todavía aislados en ghettos y barrios étnicos, persistiendo en la diferencia racial y religiosa que tanto mal ha causado en la historia de la región.

Mientras tanto, una nueva clase adinerada de empresarios se ha ido enriqueciendo a costa de los desastres de la guerra y la reconstrucción nacional, muchas veces tomando partido interesado en las decisiones de los gobernantes –como por ejemplo en la privatización de los bienes públicos–. La Unión Europea, por supuesto, saca una buena tajada de todo este melón. Y aún tiene el morro de llamar a este proceso “modernización y progreso”.

Con este multitudinario proyecto que es Bal-Kan, Jordi Savall busca una reconciliación y un acto de redención, haciendo tocar juntos a músicos de toda esa Europa que, en el pasado, miró hacia otro lado cuando estalló el conflicto. Al respecto, se incluye en el extenso disco-libro un mapa de la extensión del Imperio Otomano en tierras balcánicas entre los siglos XIV y finales del XX que es toda una declaración de principios. Este hecho subraya de manera sobresaliente la filosofía crítica del proyecto, que conviene desvelar a continuación.

En uno de los textos que acompañan el triple disco, el maestro Savall menciona con cariño la feliz recuperación e introducción popular de las músicas de tradición balcánica gracias al acierto de algunos festivales de world music y de artistas como Goran Bregovic, Emir Kusturica y la Fanfre Ciocârlia. Sin embargo, el acento de Bal-Kan –como ya ocurriera con el precedente Espíritu de los Balcanes– se pone en el peso de la cultura cíngara y romaní. Un ejemplo de ello son las numerosas danzas comunes (kolo, hora, köçek, provod…) y el entrecruzamiento de melodías compartidas –cuya huella puede rastrearse incluso hasta el sirtaki y el rebetyko griegos y las canciones de estilo arábigo de amor y saudade (sevdalinke)–, evidencias culturales que hermanan muchos países geográficamente alejados y cuyo origen se pierde en los remotos albores otomanos.

Con el interesado olvido de este pasado cultural se pretendía obviar que, antaño, la península balcánica no sólo fue cuna de la civilización europea como principal foco de culturización y comercio de todo el Mediterráneo, de claro pero disperso sustrato helénico. Tras la caída del Imperio Romano en el siglo V, la península entera comenzó a vivir una serie de cambios históricos que han dejado inevitablemente sus cicatrices en toda la región. Bal-Kan rinde tributo precisamente a este pasado oscurecido por una falsa lectura musicológica de los Balcanes.

Un poco de historia balcánica

El Imperio Bizantino posterior a la romanización de la zona unió toda la península política y religiosamente, instalando un cristianismo ortodoxo que resultará esencial para asentar una supuesta herencia identitaria en casi todos los países balcánicos. Esta larga armonía se vería truncada diez siglos más tarde, cuando Estambul fue tomada por el floreciente Imperio Otomano. A partir de ahí no todo fue tan oscuro, pues el islamismo ocupante fue relativamente tolerante con la mayoría cristiana (siempre que pagaran sus impuestos, claro), además de acoger a toda la inmigración sefardí que huía de las tierras castellanas de Isabel la Católica.

Todo sea dicho, la ocupación otomana no fue nada pacífica. A principios del siglo XIII, la cuarta cruzada organizada por el papa Inocencio III –¡menos mal que se llamaba Inocencio!– impuso la cristiandad de Constantinopla a punta de espada. Tres siglos más tarde Belgrado sería “recuperada” por Solimán el Magnífico, aunque el resultado fuera el incendio de toda la ciudad… Sería el preludio a la conquista de Viena, el 29 de agosto de 1526. La posterior batalla de Lepanto –aquella en la que Cervantes por poco pierde un brazo– frenó el avance otomano, reforzándose con el apoyo del Sacro Imperio Germánico. El siglo siguiente se estrenaba con la célebre Guerra de los Treinta Años en la que se jugó el destino de la Europa oriental. Finalmente, las guerras ruso-turcas entre los siglos XVII-XVIII sentenciarán la victoria de los Habsburgo. Con tan inquieto currículo histórico, queda claro que en los montes y ríos balcánicos corre más sangre que miel.

La proliferación de los nacionalismos románticos del siglo XIX coincidió con la fundación de numerosas sociedades corales, academias y escuelas formativas de música, teatros de ópera nacional y orquestas sinfónicas y filarmónicas que pretendían difundir y fomentar unas señas oficiales de identidad cultural frente a otras músicas vecinas. Por ende, la intencionalidad exclusivista venía fuertemente cogida de la mano de sentimientos xenófobos, lo cual explicaría la marginación con la que, desde entonces, se ha castigado la herencia otomana de la música balcánica, idealizando otros géneros menos universales o extendidos en la zona. Dicho gesto de censura por medio del silencio promueve una legitimación artificial, como si las músicas oficializadas ya existieran desde los tiempos medievales.

Las guerras precedentes al romanticismo, de hecho, no eran más que el resultado de una difícil construcción nacional basada en la diferenciación étnica. Por consiguiente, toda actividad cultural oficialista durante este período no hacía otra cosa más que sustituir unos ideales deseos de independencia con el borrón sistemático de todo un pasado de hibridaciones entre pueblos de distinta procedencia. Ser consciente de ello comportaba que cualquier intento de imponer un significado identitario dejara de tener sentido al cabo de tantos siglos. En contrapartida, el odio atávico que motivaría la exclusión de las músicas “de los otros” carecía de todo fundamento al revisar la historia anterior al siglo XIX.

Pese a esta evidencia, el recién inaugurado Imperio Austro-Húngaro abrió la veda para que el resto de naciones cristianas se rebelara contra los turcos asentados en la zona, hasta que a principios del siglo XX estalló la primera guerra balcánica. Un año más tarde, la segunda. Y luego, en reacción al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo en 1914, se originó la primera de las guerras que harían temblar al mundo entero.

Tras sobrevivir a la Iª y pasada la IIª, las cosas no fueron mucho mejor. Muchos de los países balcánicos que todavía no habían sido arrasados cayeron bajo el yugo de la dictadura militar –recuérdese al mariscal Tito en Yugoslavia, a Ceaucescu en Rumanía, a Hoxha en Albania, etc.–, provocando la definitiva lucha de intereses que propició el genocidio musulmán de Bosnia-Herzegovina. A partir de entonces, la supuesta cuna de la civilización europea pasó a ser vista como su principal enterradora…

En consecuencia, resulta a todas luces poco asumible una autoproclamación pro-europeísta para conciliar los pueblos balcánicos, pues fue precisamente la presión internacional la que sugirió la idea de que unas etnias (serbias y croatas) quisieran ser de la noche a la mañana más europeas que otras que no lo eran por razones religiosas y/o raciales (bosnios y albano-kosovares). La guerra entre culturas fue el suicidio de toda una civilización, como si ésta no hubiera compartido una misma historia entre los distintos pueblos del conflicto. En el fondo, esta última guerra no se alejaba demasiado de la clásica “guerra santa” que ensució de iniquidad y de descrédito el cristianismo medieval.

El contenido del disco

Ante esta turbulenta serie de acontecimientos se puede ir hilando todo un discurso crítico con sólo echar un rápido vistazo a las ilustraciones que decoran las páginas de este precioso trabajo. Desde el mítico (y mitificado) pasado que glosan los retratos de Platón, Safo y Caronte –que, a tenor de la inquietante historia balcánica, parece que no cruzó el Estigia del infierno, sino el Danubio–, hasta los de los sultanes Murad y Bayazet, Solimán el Magnífico y el emperador Constantino en Santa Sofía, son cuantiosas las imágenes de bajorrelieves, miniaturas, frescos y grabados antiguos seleccionados para la ocasión. Algunas de las imágenes son impresionantes, como una recreación de los sarracenos decapitando a los monjes del monasterio de San Simón en el siglo XVII o una fotografía de la biblioteca de Sarajevo arrasada en 1992. El disco-libro también incluye una bibliografía básica sobre la historia política y cultural de la zona balcánica y otra sobre las danzas y músicas comunes, así como una representativa muestra de extractos de crónicas de guerra desde la Antigüedad hasta hoy, además de una exhaustiva cronología que resume la enrevesada vida balcánica.

En cuanto al contenido del triple disco, debe señalarse que, lejos de las consignas barrocas y clásicas a las que habitualmente nos tenía acostumbrados la troupe de Savall, Bal-Kan sintetiza en casi cuatro horas un amplio espectro de géneros que integran danzas (taksim, kolos), doinas rumanas, nanas, elegías, lucimientos solistas y un largo etcétera de temática diversa: desde piezas que celebran la fiesta de la vida hasta aquellas que tratan sobre el dolor por la añoranza o el desarraigo, amén de otras contemporáneas de Bora Dugic (Midnight Elegy, Remembering Dijon) y numerosos arreglos del mismo Jordi Savall sobre músicas propias y serbias (Pastirska Elegija, Apo xeno meros, Üsküdar, Ruse Kose, Torah…).

El extenso programa lo abre una alegre improvisación de aires gitanos (Tzigan nota), seguido de una oración hebraica de Montserrat Figueras sobre el origen del Universo (Alef, mem, shin), un dato que no debemos dejar pasar por alto. A partir de ahí, las sonoridades cíngaras y arábigas guiarán el curso de casi todo el discurso musical, culminando en un tercer cedé que supone el bordón de todo lo anterior. Dicho CD se inicia con un canto sefardí sobre el sacrificio de Isaac a manos de Abraham, primer corte de un largo listado de canciones sobre el exilio, la muerte y el desamor. El disco lo cierra un epílogo –(Ré)Conciliation– donde convergen casi todas las voces alternándose en una serie de variaciones de estilos e idiomas distintos a partir de una misma melodía, un Tutti final que es también un armónico guiño a una acrisolada Torre de Babel: un broche perfecto para sellar la paz entre los pueblos de la discordia.

Entre las filas de Hespèrion XXI repiten músicos y colaboradores como Gürsoy Dinçer, Marc Mauillon, Dimitri Psonis, Nedyalko Nedyalkov, Hakam Güngör, Yurdal Tokcan, Driss El Maloumi, Arianna Savall y el siempre fiel Pedro Estevan, entre otros muchos amigos. Pero en Bal-Kan destacan otros nombres que son novedad en el grupo. Son los casos de virtuosos como Gyula Csik (címbalo), Stavros Kouskouridas (clarinete), Zacharias Spyridakis (lira griega), Haïg Sarikouyoumdjian (duduk) y Tcha Limbergen (violín) –quien por cierto se marca un emotivísimo canto lastimero en De man daje mol te piau que es casi puro jondo–, así como las voces claras de varias cantantes que pueden recordar en ocasiones a la expresividad de Iva Bittovà y Márta Sebestyén, de Muzsikás: Amira Medunjanin, Stoimenka Outchikova-Nedyalkova y Agi Szalóki –esta última sobresale en una suite de nanas rumanas y moldavas de origen judío, en una preciosa balada húngara del siglo XIV y en un espeluznante canto funerario a capella que pone los pelos de punta–.

Por el contrario, Savall interviene poco en calidad de violista, relegándose aquí al papel de orquestador y editor de la obra. Y aún así, en Bal-Kan se asume por completo la implicación de Savall al apreciar y compartir el dolor que manifiesta en cortes como Zaplakala e vdovitsa o al intercalar una vieja grabación de Montserrat Figueras que es también un sentido adiós a la soprano catalana (Durme hermosa donzella). Interpretamos entonces que lo que Savall proponía en Bal-Kan era, de hecho, un exilio interior, y que la excusa argumental sobre la turbulenta historia balcánica era en realidad un reflejo metafórico del estado convulso de su propia alma tras la muerte de su esposa (con la que, recordemos, comenzaba todo el ciclo expuesto). Hallamos así otro doble sentido al por qué de los dos subtítulos que acompañan a la obra y que aúnan el recuerdo y la vida. No obstante, esta obra colectiva que de algún modo rompe con la línea tradicional de su sello es también un viraje hacia nuevos horizontes y que mira a los tiempos del presente, como un previo paso esperanzador ante el futuro que aún queda por delante. Un camino que Savall afronta con suma curiosidad, con la sabiduría que aportan los años y con la cálida compañía de tantos y tantos amigos de toda Europa. Desde aquí queremos unirnos a ese cariñoso abrazo al maestro, quien nos ha confiado tan grato tesoro. +Info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno