El Lebrijano

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“Cuando Lebrijano canta se moja el agua”

Rosevil Productions, 2008

El elogio de Gabriel García Márquez que da título al disco de El Lebrijano es la mejor manera de definir su voz. A Juan Peña El Lebrijano el quejío no le cabe en la boca. Pero es su dolor del color de la nieve, nunca un arrebato sin el control de la razón. El daño con que rasga el aire en su cante está meditado con la fe de un fraile. Con el tiempo perdió la fuerza, pero no la intensidad. Mide la tensión con que estira cada palabra, usa el silencio para expresar lo que no se dice; el arte de El Lebrijano es ciertamente el de la interpretación, en el sentido más semiótico del término. Quizá un flamenco de corte existencialista, pero profundo por la intimidad a que su canto obliga. Y tal vez por ello la lírica del Nobel colombiano le viene como anillo al dedo: canciones como El rastro de tu sangre en la nieve, La Cándida Eréndira, Espantos de agosto o La santa dan buena cuenta de eso. En la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) estos dos amigos volvieron a encontrarse después de muchos años de distancia, y tras una ardua selección de versos por parte de Casto Márquez, la poesía de Gabo y la sensibilidad de El Lebrijano se han conjuntado en un álbum que está llamado a ser una nueva entrada en la lista de excelentes trasvases de la literatura al flamenco: si primero fue Camarón-Lorca en La leyenda del tiempo (Polygram, 1979) y luego Morente-Cohen en Omega (El Europeo, 1996) –y tal vez también aquél infravalorado homenaje a Cernuda que El Rampa hizo en Desolación de la quimera (RTVE, 2003)–, ahora es el turno del maestro de Lebrija con las letras del hacedor de Macondos. Producidos por sus sobrinos, David y Pedro María Dorantes –piano y guitarra, respectivamente, además de escribir estas magistrales adaptaciones para música–, El Lebrijano se arropa con un trío de cuerdas, un bajo jaezado y una trompeta no acreditada à la Miles Davis (en La luz es como el agua). La muerte, no obstante, puebla los temas: se cuela por los meandros de El Coronel no tiene quien le escriba; se empapa con la nostalgia de Isabel viendo llover en Macondo; se ciñe sobre el protagonista de Buen viaje, Sr. Presidente… se convierte, al final del disco, en una presencia invisible e inquietante, una mala amiga con la que hay que saber convivir. Es este un disco de tenues temblores y de tiniebla clara, pero necesario como el hálito de un último beso. Es una lección de vida, como tiene que ser el buen arte. Aunque esa tristeza prendida nos dure más que cien años de soledad. // Iván Sánchez Moreno