Carles Santos
Carles Santos
Jamboree, Barcelona. 24 de marzo de 2015
Fiel al recuerdo del añorado Tete Montoliu, la mítica sala Jamboree sigue celebrando como cada año el aniversario del genial pianista organizando una serie de recitales en su homenaje. Para la ocasión que nos ocupa, el pianista elegido es un rara avis en materia de jazz. A priori, la inclusión de Carles Santos en dicho evento extrañó a propios y extraños hasta el punto de, parafraseando el clásico de Burning, desear preguntarle: ¿qué hace un tipo como tú en un sitio como éste? La excusa era, por un lado, retomar la costumbre del viejo Tete –quien hoy habría cumplido 82 años– de “auto-regalarse” una jam-session compartiendo escenario con sus amigos; por el otro, reformular los motivos que impulsaron a Tete a grabar trabajos tan libres como The Music I Like To Play (Soul Note, 1987) o pioneros en el jazz-fusión como Free Boleros (K-Industria, 1996), Catalonian Folksongs (Timeless Records, 1978), Temas Brasileños (ENY, 1974) o Temas Latinoamericanos (ENY, 1974) en los que versiona algunos estándares del bolero, la bossa-nova y hasta la música popular catalana.
Pero en manos de Carles Santos esa idea quedaba reducida a una reconstrucción en clave unplugged de su propio repertorio sin partir de un programa definido. Sus largas improvisaciones sin freno, que se entrelazaban entre sí con arranques repentinos y alevosos que daban pie a escalas infinitas cada vez más aceleradas y densas, cercenaban toda posibilidad de adscribirle a un género determinado. A Santos se le ha asociado erróneamente con el minimalismo, del que sólo comparte la recurrencia obsesiva por las notas repetidas hasta el delirio en progresiones cada vez más complejas (To-ca-ti-co-to-ca-ta); del romanticismo coge prestado su agresiva expresividad, más que su dimensión formal; en cambio, sí parece más apropiado hablar de un acercamiento a la disonancia dodecafónica –abuela putativa del free-jazz, según uno de los abajo firmantes–. El peculiar estilo de Santos estaría en las antípodas de los matices impresionistas debussyanos, siendo más acorde con el primitivismo pedestre de la obra pianística de Prokofiev, Bartók, Ligeti o Ginastera, por ejemplo. Así lo probaban las fugas y contrafugas bachianas con las que jugaba continuamente (La Pantera Imperial) y que inicialmente tentaba con fundir con aires gershwianos para, finalmente, deconstruirlas à la Cage hasta diluir el tema original en un mero apunte. En otros momentos subrayaba con el pedal los ritmos sincopados del mismo modo al que nos tenía acostumbrado Carl Orff en casi toda su obra.
Por el contrario, el estreno de Carles Santos en un Jamboree rebosante pilló desprevenido a más de un beatnik trasnochado que esperaba encontrarse con una especie de Uri Caine a la catalana o un Thelonius Monk blanco tocando piezas ruidistas como las de John Zorn u Ornette Coleman. Nada de eso, el objetivo de Carles Santos es, sobre todo, el de dinamitar cualquier etiqueta preconcebida. Pese a la edad (75 tacos), sigue derrochando tanta intensidad y energía como antaño, y de haber terminado aporreando el teclado con una paella no habría desentonado en absoluto. Para algunas personas presentes en la sala, pareció que Santos no toca el piano: más bien los desafina a hostias. Parte de razón hay en tal prejuicio, a tenor de la violencia de sus ejecuciones. Porque más que de una muestra de virtuosismo, estaríamos hablando de un ejercicio de resistencia física contra el instrumento en cuestión. De ser músico de jazz, sin duda Carles Santos habría sido un baterista como Gene Krupa, pues se basta él solo para pulverizar un piano hasta hacerlo astillas tanto a golpetazos en las teclas de marfil como por la vibración de los macillos sobre las cuerdas. El ímpetu histérico con que castiga el piano es toda una manifestación de amor-odio con éste que hace temer por su ritmo cardíaco y hasta por su cordura.
Desprovisto desde hace un lustro del aparataje y la vistosidad de los espectáculos que diseñaba para él la gran Mariaelena Roqué, Santos regresa ahora a la esencia de sus inicios como músico, rememorando los tiempos en que ponía banda sonora a las performances de Joan Brossa y a los films experimentales de Pere Portabella, entre otros artistas de vanguardia. Pero el resultado no se distanció demasiado de aquel memorable concierto que ofreció en L’Auditori en 2005 (Transfer), aunque a diferencia de entonces, esta vez no se abrió la cabeza aplastando la frente contra el teclado para provocar al público con cada bis. Evitando la pedantería de los largos monólogos onanistas de Keith Jarrett o de Enrico Pieranunzi en solitario, Carles Santos sacó el máximo provecho de la particular sonoridad de la sala haciendo resonar los ecos en el silencio, que conferían a sus juguetonas variaciones unos sensibles acentos nuevos a su propio lenguaje. Tras una hora de alocada pelea con el piano, el público dedicó algún desapasionado “bravo” entre bostezos que denotaban sin disimulo haber pillado a más de uno totalmente desubicado. Lo dicho, ¿qué hacía un tipo como éste en un sitio como aquél? +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno y Cándido Querol