Natalia Demidoff – El alma de la música
Natalia Demidoff
“El alma de la música”. Punto Rojo, 2014
En la historia de la música occidental, pocas veces se repite una nutrida generación de genios como la nacida durante las dos primeras décadas de 1800: Berlioz, Mendelssohn, Schumann, Liszt, Wagner, Verdi, Bellini, Gounod, Chopin, etc., los cuales, tarde o temprano, iban a coincider en París tal y como atestigua la pintura de Joseph Danhauser que decora la contraportada de este libro. Su protagonista, una prometedora cantante lírica, será testigo de la efervescencia que vivirá la Ciudad de las Luces en los albores del Romanticismo.
Sin embargo, el hilo conductor de la historia se irá entrelazando con las constantes reapariciones del mítico Niccolò Paganini, cuya aura satánica le acompañará lhasta su propia sepultura. La autora de la novela revisa aquí las desatadas pasiones que inspiraba el endemoniado violinista por doquier, tan diestro con su instrumento como en el cortejo de las damas casadas. Se cuenta que todo cabellero andante debía exhibir su destreza con su arma favorita: el Cid blandía su Tizona, el rey Arturo la incomparable Excalibur, incluso el dios Thor provocaba tormentas a martillazos con Mjolnir. Paganini contaba con Il Cannone, llamado así por su sonoridad y por su poder de seducción a larga distancia. Pero el éxito del músico también aumentó en proporción al grado de intolerancia supersticiosa de mucha gente que rechazaba su estilo de vida libertino y su enigmático halo de paganismo (y quizá ahí radique el por qué de su nombre). Esta mala fama aún se vería más avivada por las truculencias que de él se decían y que tampoco quiso desmentir para mantener de esta forma su celebridad, tales como que una de las cuerdas de su violín estaba hecha con una crin del último Papa o de una amante que el propio músico habría estrangulado en un arrebato de celos. Fue tal el recelo popular contra el oscurantismo de su personalidad –y por la envidia de su talento– que incluso se negaron a enterrar a Paganini en campo sagrado. Sus amigos y familiares directos se desvivieron durante años para ocultar el cadáver y trasladarlo de tumba a tumba casi en secreto y así protegerlo de fanáticos y detractores que, aún muerto, querían exhumarlo y lincharlo con el fin de ahuyentar al mismmísimo diablo.
Dejando de lado ciertos descuidos en la acentuación y alguna copulativa catalanizada, hay que reconocer que la novela está escrita con un ajustado dominio del ritmo narrativo que tan sólo decae en su tramo final, donde la autora abusa de digresiones que lastran ligeramente el interés por la historia principal. Así, El alma de la música va encadenando los capítulos con soltura y rapidez, casi se diría que con un tempo cinematográfico. La letra gorda, el interlineado amplio y la profusión de diálogos convierte su lectura en idónea para salas de espera y viajes en metro. Además de ser amena, la novela incluye numerosas anécdotas de los muchos “cameos” que pululan por sus páginas: tanto literatos (Víctor Hugo, Balzac, George Sand, Alejandro Dumas) como pintores (Ingres, Delacroix), así como un nutrido elenco de músicos al que hay que añadir también los nombres de Meyerbeer, Rossini, Cherubini, Fernando Sor y María Malibran, entre otros de los tantos que la autora reúne al final en un índice onomástico junto a la extensa bibliografía que le sirvió de base para su documentación y un apéndice que recoge una selecta muestra de sugerencias discográficas para contextualizar los pasajes musicales.
La autora, Natalia Demidoff de Joltkevitch, además de música, pedagoga y periodista, es una prolífica escritora galardonada en varias ocasiones y que ha cultivado todo tipo de géneros, incluyendo el del recetario culinario. Nacida en el seno de una familia aristocrática que emigró a Bélgica tras la revolución rusa, Natalia presenta en esta novela un estilo que nos remite a la graciosa elegancia de Jane Austen en Orgullo y Prejuicio (1813), sobre todo en las escenas que comparten la protagonista y el joven galán que la ronda, jugando continuamente con las consabidas tensiones de amor-odio. Pero la autora también parece repartir su propio reflejo entre los personajes de la duquesa de Masaccio (Flora) y la madre de la protagonista (Solange de Ferrand).
Mención aparte merecen las diversas tesis que se desprenden de la obra, algunas más discutibles que otras. Entre éstas cabe rebatir la teoría de que el don musical se hereda genéticamente, igual que nacer con los ojos azules o con dos pies izquierdos. Pero para que dicha hipótesis fuese cierta convendría ver salir a los bebés del útero con un violín entre las manos, por ejemplo; sin la práctica educativa y la influencia cultural difícilmente el determinismo biológico tenga nada que decir. Ocurre otro tanto con la sospecha de que la abundancia de fabricantes de pianos en París (los talleres de Playel, Erard o Herz, por citar unos cuantos) no fue lo que incentivó un verdadero cambio estilístico y social en la música de la época, sino el reto de emular y superar el virtuosismo exhibicionista de Paganini. Menos polémica provoca la sentencia de que éste popularizó los violines de la casa Guarneri, los cuales hasta entonces se solían menospreciar en beneficio de los Stradivari. La autora también apunta entre las páginas de este libro los orígenes de la música descriptiva y de los poemas sinfónicos, así como la recuperación del viejo debate entre defensores y detractores de la música o del texto en el caso de la ópera y del canto lírico –sin ir más lejos, Richard Wagner se declararía a sí mismo poeta antes que músico, pero la historia no parece haberle dado la razón–.
También provoca controversia algún anacronismo de la autora en materia de nosología mental cuando apenas se tenían conocimientos neurológicos como para afirmar un diagnóstico por “derrame cerebral” (p. 259), al hablar de histeria sin que Charcot haya iniciado todavía sus estudios respecto al tema en el Hospital de la Salpètriêre (p. 393) o al referirse a un “trauma” psíquico mucho antes de la invención del psicoanálisis (p. 275). Pese a estos deslices, la autora describe muy bien la crisis nerviosa con glosolalia de un joven Mendelssohn (pp. 56-57), la presumible influencia sinestésica en el proceso compositivo de Chopin (p. 75) y las recurrentes depresiones de Berlioz que le hicieron desistir de su carrera como médico para dedicarse como alternativa al dudoso oficio de las artes.
La novela está trufada de chascarrillos y curiosidades que sin duda enriquecen valiosamente su lectura, como todos los que se refieren a la vida personal de Rossini, uno de los secundarios más veces citado. De él ser recuerdan sus inicios como charcutero antes que músico (p. 117), que apenas invirtió quince días en componer íntegramente El Barbero de Sevilla (p. 248), que saldó una deuda con el pescadero regalándole un aria –la Canción de las ostras– (p. 288) y que, tras recibir el encargo de escribir “su” Stabat Mater, encomendó a otro tal labor firmando luego la creación a su nombre (p. 155). De Liszt, la autora nos explica que fue pionero en actuar de cara al público con el objetivo de conectar empáticamente con éste (p. 346); que, por desamor, estuvo a punto de abandonar la música ingresando en una orden religiosa (p. 26); que entre sus muchas manías tenía la de dedicarle odas a vacas y cabras del campo (p. 341); y que a menudo retaba a principal adversario, Sigismund Thalberg, para competir en directo y hacer ostentación de sus respectivas habilidades pianísticas –como ven, lo del marketing publicitario no fue una exclusiva del rock’n’roll–. Célebres fueron también los piques entre la soprano María Malibran y el castrato Gianbattista Vellutti a base de agotadores solos belcantistas en escena que siempre daban la victoria a la cantante de raíces españolas (p. 354). Y, por descontado, terrible fue el cabreo de un jovencísimo Wagner que le prestó varias de sus partituras a un despistado Mendelssohn para que éste las valorase… con tan mala pata que se extraviaron por el camino (p. 415). Schumann no sale mejor parado cuando se aplicó a sí mismo una prótesis de su propia invención para separar aún más los dedos y alcanzar así notas más alejadas en los arpegios, pero sólo consiguió lesionarse irreparablemente la mano (p. 227). El rico anecdotario que va floreciendo en este libro lo hace muy apropiado para todas aquellas personas que deseen introducirse de manera entretenida en el ideario romántico de la música culta sin tener que tragarse un tocho sesudo de corte ensayístico. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno