Alberto Zedda – Divagaciones rossinianas
Alberto Zedda
“Divagaciones rossinianas”. Turner Música, 2014
Extraño libro éste. Divagaciones rossinianas (Turner Música, 2014), del maestro Alberto Zedda (1928- ), es una condensada mezcla entre diario de memorias, ensayo musicológico, manual de canto y orquesta y retrato biográfico sobre el músico titular, cuyo conjunto no resulta a menudo de fácil digestión. Sin duda supone una guía idónea para futuros intérpretes del repertorio rossiniano, desbrozando las singulares características y cualidades técnicas y expresivas del belcantismo, así como delimita muy bien la distinción entre farsa, comedia y drama que suelen confundirse al tratar los aspectos líricos de la ópera.
No obstante, pocas veces ha sido Gioachino Rossini (1792-1868) un autor merecidamente respetado por los más entendidos. Su obra seria, sin ir más lejos, fue injustamente ignorada por eruditos de renombre cuando, de hecho, figuras de relevancia como Eduard Hanslick reconocían más talento y representatividad respecto a la ópera bufa en un compositor tan poco italiano como Mozart, en detrimento del pobre Rossini. En vida, éste no fue ajeno a dichos menosprecios, hasta el punto de abandonar su tierra natal e instalarse en Francia, a la búsqueda de un nuevo público que admirara honestamente su arte. La jugada le salió rana, porque lo que unos entendieron como una ofensa a la madre patria, otros lo interpretaron como una excusa para que no criticaran un silencio creativo que se alargó casi 40 años, hasta el estreno de su celebrado Guillermo Tell. Lo cierto es que, según Zedda, el genio de Pesaro se había apartado de la vida pública a causa de unos ataques de angustia nerviosa que se revelan ya en las primeras páginas del libro.
Reivindicado tiempo después por discípulos en la distancia como Richard Wagner –recuérdese la larga entrevista que mantuvo con él y que Edmond Michotte testimonió en un breve reportaje datado en 1860 pero publicado a principios del siglo pasado– y Richard Strauss –en quien se inspiró para sus óperas Capriccio (1942) e Intermezzo (1924)–, la atracción de Rossini por la frivolidad y el divertimento no exime a su obra de una gran dificultad técnica. Tanto es así que un director exigente como Herbert Von Karajan evaluaba a los candidatos de su orquesta –la Filarmónica de Berlín– según su pericia en los pasajes solistas firmados por la pluma de Rossini.
La ironía que identifica la obra de éste fue y sigue siendo el máximo lastre con que tuvo que lidiar el autor para lograr el beneplácito que Zedda reclama en su nombre. Según éste, el típico humor rossiniano entronca con una línea estética en la música lírica que pretende aunar un vital hedonismo y un idealismo platónico muy alejado de la concepción torturada de los grandes dramas veristas o wagnerianos. Al respecto, Rossini pudo haber sido víctima de la incomprensión por parte del público de su momento: demasiado “pasota” para el auditorio conservador de su juventud y excesivamente tradicional para los gustos modernos del romanticismo.
Pero a tenor de lo que apunta Zedda en su libro, puede reconocerse en Rossini un claro precursor del dadaísmo que encumbró a Erik Satie (1866-1925), tal y como prueban los títulos de sus breves Péchés de vieillesse: Le Dodo des Enfants; Prélude prétentieux; Prelude petulante; Thème naif et Variations; Hachis romantique, etc. A esa fama de gamberro también contribuyeron accidentalmente las malas críticas y hasta el peso de la censura, convirtiendo a la esposa infiel que aparece en El Barbero de Sevilla en hija del marido cornudo, pasando así del 7º Mandamiento a una perversión aún mayor como es el incesto. El conflicto edípico será más evidente en el libreto de Semiramide, un culebrón histórico que no despertó demasiadas simpatías en su momento. No obstante, la interesante lectura en clave psicoanalítica que propone Zedda sobre el uso del disfraz y el tratamiento del travestismo en la ópera no basta para comprender en profundidad un subgénero tan explotado en las comedias de enredo rossianas y mozartianas.
Bien es verdad que, de tan cortés, el carácter amoroso de sus óperas resulta un poquito reprimidillo, aunque se muestre más desprendido sentimentalmente en sus últimas óperas y, sobre todo, en la canónicamente romántica Guillermo Tell. En lo tocante a los asuntos sexuales, Rossini nunca ocultó su querencia por las voces de castrati, una opción estética que Zedda entiende como una huida posible del realismo escénico y un intento de aproximación hacia un ideal abstracto de expresión musical. Quizá con ese objetivo en mente pensó en los cantantes emasculados cuando compuso su Pequeña Misa Solemne para tres sexos (sic), y esto en una época –se estrenó póstumamente, en 1867– en la que el Papa aún no había autorizado que las mujeres participasen en ninguna obra sacra.
Esta anécdota pone de manifiesto el interés de Zedda por dedicar tanta atención a la obra operística de Rossini como también a la camarística y la religiosa, como por ejemplo su vilipendiada Stabat Mater –por cierto, un encargo de don Manuel Fernández Varela, comisario general de la Santa Cruzada española–. Con La Gazza Ladra, Rossini se habría desprovisto por fin de esa injusta fama de frívolo, subrayando el carácter trágico de la historia. Basada en un caso real –el del abuso de poder contra una incauta criada condenada a muerte por una nimiedad–, el drama arranca en el mismo instante en que una urraca ufana un cubierto de plata por cuya desaparición será falsamente acusada la heroína en cuestión. La máxima cota de calidad y esplendor musical será Guillermo Tell, trufado de reminiscencias célticas, valores morales anclados en el naturalismo y un aura de paganismo en los códigos y leyes primitivas que regulan la conducta de sus protagonistas. Con dicho testamento lírico, Rossini acallaba las críticas contra su largo silencio compositivo. Tanto protegió su obra que incluso se opuso a su traducción italiana, argumentando que Guillermo Tell había sido íntegramente concebido en francés y que, por tanto, su carácter lírico se ajustaba a la propia sonoridad de las palabras que perdía su encanto en otra lengua. Zedda, por el contrario, sospecha que tanto recelo respondía en realidad a hacerle la pelota al nuevo público galo que tan bien le había acogido en los últimos años.
Tampoco puede decirse que el propio Rossini hiciera mucho por “limpiar su imagen”. Él mismo reconoció abiertamente haber echado mano de “negros” que le acababan la faena cuando más apremiaba el tiempo antes del estreno, como es el caso de Vincenzo Lavigna para La Gazza Ladra o el reiterado recurso del autoplagio, tomando “prestados” algunos fragmentos que reciclaría en varias óperas indistintamente. El colmo de la pereza lo marca la hora entera de “autocitas” que incluye la edición francesa de Le Comte Ory respecto al precedente Viaggio a Reims.
Cierra el libro un frondoso análisis de algunos títulos operísticos de Rossini que van desde sus primeros encargos casi desconocidos en la actualidad –Il signor Bruschino, L’equivoco stravagante, La Pietra del Paragone– hasta las obras de madurez –Maometo II, Semiramide y por supuesto Guillermo Tell–, antes de clausurar el tomo con un acertado y profundo índice onomástico que permita al lector localizar sus breves apuntes a lo largo de sus más de 200 páginas. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno