Virtuositi
Les nits del Palau Güell
Palau Güell, Barcelona. 16 de julio de 2015
Entre los muchos atractivos del majestuoso palacio que Antoni Gaudí diseñó para la familia Güell está sin duda su importante vinculación con la historia musical de Barcelona. El destino es a veces muy previsor, hasta el punto de que el citado Palau Güell se conectaba interiormente con el edificio que, orillando la Rambla, en la actualidad ocupa el Centro Galego, uno de los espacios más prolíficos de la cartelera musical folk en la Ciudad Condal.
La impronta musical tiene otro destacado lugar en el Salón Central del susodicho Palau, frente a la capilla privada de la familia Güell. En tal estancia, antaño no sólo se celebraban liturgias religiosas, sino también íntimos recitales de poesía, conciertos de cámara y de canto coral, repartiéndose los músicos y las voces cantantes a lo largo de la tribuna y la escalera que separa a ésta del conjunto circundante. Desde ahí, la presencia del órgano se alza con solemnidad para recordarnos que, entre la extensa prole de Eusebi Güell e Isabel López, también destacó la notable pianista y compositora Isabel Güell. En su recuerdo se conserva el órgano original junto a la capilla, humilde y silente hoy, mientras su versión moderna –revisada y controlada por el maestro Albert Blancafort, responsable también del órgano de la Abadía de Montserrat– se erige hacia la cúpula de arco catenario para hacer resonar con fuerza todo el edificio con la imponencia de los ecos wagnerianos.
Éste es el marco en el que se pudo gozar del segundo concierto de Les nits del Palau Güell, una nueva edición de un ciclo que ya ha agotado las entradas de las tres primeras funciones. La del pasado 16 de julio tuvo como principales protagonistas al Dúo Cadenza (las pianistas Sandra Bellver y Cristina Masferrer) acompañado por el Cor de Castanyoles de Barcelona, un cuarteto dirigido con buen pulso por la carismática Mar Bezana.
En tiempos de majas y goyescas y reyes hechizados, las alegres castañuelas fueron uno de los instrumentos más apreciados por la corte española, disputándose el trono con la guitarra tras el éxito alcanzado por Fernando Sor a nivel popular. Luego, las castañuelas quedaron relegadas exclusivamente al ámbito de lo folklórico, impregnando con su gracia los bailes regionales más arraigados a las tierras patrias: jotas, malagueñas, seguiriyas, fandangos, pasodobles, jácaras, boleros, etc. El conjunto Virtuositi, compuesto por la fusión entre el Cor de Castanyoles y el dúo de pianistas antes citado, ofreció la oportunidad de recuperar una de esas veladas de música clásica con aires folklóricos tan del gusto melómano de otras épocas pretéritas.
Así, a priori, escuchar a Mozart, Bach y Delibes con arreglos para castañuelas es a todas luces un estímulo muy aventurado. Pero el resultado fue satisfactorio por muchas razones que trataremos de exponer aquí. La terraza del Palau Güell, circundada por las vistas nocturnas de Barcelona, y flanqueados como estábamos por las lisérgicas chimeneas de Gaudí fueron por descontado algunos de sus principales alicientes. Si a ello se añade la exquisita degustación de canapés y buen cava que amenizó la sesión, no falta más que disfrutar del virtuosismo técnico que se lució entre aplausos y ovaciones.
Aunque pecaron a menudo de una concentración hierática, la solidez con que las intérpretes de castañuelas abordaron el programa fue la adecuada para no distraer al público de cualquier otro elemento que no fuese estrictamente el musical. Así, pese al estatismo de la puesta en escena, pudimos atender con claridad a todos los matices, requiebros, juegos de ritmos y diálogos (a dos, tres y cuatro voces) que se plantearon entre las cuatro percusionistas, brillando sobre todo en la segunda mitad del concierto. No en vano, integraba ésta una sabia elección de piezas españolas más acorde con la inclusión de castañuelas.
Por lo que se refiere a la Pequeña Serenata Nocturna que abrió la sesión, quedó muy palpable que la dimensión melódica iba a quedar subyugada al tratamiento rítmico preponderante por imperativo de los nuevos arreglos. Apoyadas en el fluido intercambio de las líneas temáticas de cada uno de los cuatro movimientos –Allegro, Andante, Minuet y Rondó–, el Cor de Castanyoles se defendió con efectividad sirviéndose de ciertas soluciones técnicas que repetirían en otras piezas de difícil planteamiento. Fue el caso de Sylvia, un ejercicio de pizzicato escrito por Leo Delibes para ser traducido sobre el escenario por bailarinas de tutú. El Preludio en re menor de J. S. Bach corrió una suerte similar por su acercamiento estilístico a una especie de zapateado barroco que habría despertado mucho interés en Carles Santos por su reconocida querencia iconoclasta hacia el “Maestro Peluca”.
Los autores más agradecidos con la nueva pátina fueron curiosamente los nórdicos y eslavos. De Grieg se rescató una sorprendente Danza Noruega a la que sentaba como un guante el formato de castañuelas. Tratándose de una pieza de aires tenebrosos, iría adquiriendo mayor brillantez y color a medida que las castañuelas fueran introduciendo matices e imaginativos acordes semiimprovisados, de modo más creativo en la segunda mitad: sirviendo las pianistas una base intimista, las cuatro intérpretes de castañuelas pudieron probar su arte exhibiendo breves cadencias solistas. Por su parte, dos enamorados de la música española como fueron Igor Stravinsky y Rimsky-Korsakov habrían quedado impresionados al presenciar la facilidad con que sus respectivos repertorios encajan con las variaciones para castañuela. La Danza Rusa extraída de la suite Petrushka del primero y el simpático Capricho Español del otro –un pastiche encadenado de melodías tradicionales gaditanas– fueron el contrapunto perfecto para una segunda parte del concierto dedicada íntegramente a la música española “de raíz”, quedando de manifiesto que los compositores rusos románticos y post-románticos merecen una mayor atención en las próximas actuaciones del conjunto. Desde ahora les sugerimos incluir en el programa a autores como Bartók, Janacek, Prokofiev y Kachaturian que pueden dar mucho juego.
La compenetración entre las cuatro solistas de castañuelas fue mucho más notoria en el segundo bloque del concierto, probándose con soltura en el crescendo final de la Danza del Molinero y el extracto de El Amor Brujo de Manuel de Falla, obra que parece aprovecharse de los nuevos horizontes expresivos que paralelamente estaba desarrollando el propio Stravinsky con su polémica Consagración de la primavera. Por descontado, con la música nacional de entresiglos es casi imposible fallar cuando se la arropa con una capa de castañuelas al uso, una licencia instrumental que le viene como anillo al dedo. Pese a que la danza escogida de La Vida Breve de Falla resultara algo irregular, no podemos decir lo mismo de la muy sensible Danza nº 5 de Granados, el soberbio duelo de dominancia y variaciones que se expuso en la Orgía de Turina y el emocionante –por su aura de gravedad, nostalgia y fuerza– homenaje a Córdoba del gran Albéniz. La nota de sobresaliente se descubrió durante el complejo abordaje del Zapateado de Antón García Abril –mediáticamente famoso por la sintonía de El hombre y la Tierra, la clásica serie documental de Félix Rodríguez de la Fuente–, de poderosas influencias orffianas por el recurso del ritmo sincopado.
Tan extenuante jornada musical se complementó con una sucinta visita comentada por el interior del palacio, acompañados por una guía con mucho salero y desparpajo que, entre otras cosas, nos introdujo en las cualidades resonantes del edificio. Pero si tuviéramos que destacar una imagen para el recuerdo no es otra más que la de las sombras que las manos de las intérpretes proyectaban sobre el imponente pináculo que preside la terraza. Un testimonio colosal para una velada encantadora. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno