Ryuichi Sakamoto
Ryuichi Sakamoto
“La música os hará libres. Apuntes de una vida”. Altaïr, 2011
Las memorias de Ryuichi Sakamoto surgen como iniciativa de la revista Engine, donde fueron apareciendo regularmente los capítulos a lo largo de varios años. La prosa de Sakamoto es directa, concisa y fría, dado que sus palabras están sacadas del contexto original de una larga entrevista con varios redactores de la publicación. La “experiencia bibliográfica” no es algo nuevo en la vida de Sakamoto: hijo –como Ludovico Einaudi– de un afamado editor (quien publicó en vida a Yukio Mishima y William Burroughs en Japón), el pianista también se embarcó en su propia empresa en el sector a mediados de los ’80 del pasado siglo. De hecho, en estas páginas se trasluce un vivo interés por la filosofía clásica y contemporánea, trufando sus recuerdos de alusiones a Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche, Husserl, Freud, Barthes, Guattari, Derrida, Sontag y un largo etcétera, o bien confiesa sus conocimientos sobre neurociencias, su amistad con psicólogos de caballos de carreras (sic) y su participación en innumerables campañas ecologistas y humanitarias.
Sakamoto es un músico muy leído, un poquito presumido y algo escueto en sus declaraciones. Quien quiera saber cosas sobre su intimidad o su proceso creativo va a sentirse decepcionado con la lectura de estos Apuntes de una vida. De estilo sintético, directo, muy conciso, el autor va desgranando su biografía en episodios muy breves, añadiendo alguna foto personal y muchas (y por eso mismo tan pesadas) notas a pie de página. La edición del libro es, por descontado, intachable. Como la propia formación cultural de Sakamoto.
Él mismo se consideró en su adolescencia una reencarnación debussyana –una neura que aún le dura–, aunque también señala su “deuda de juventud” con Bach, los Beatles y los Stones, John Cage y el resto del grupo Fluxus, y el jazz y la bossa-nova. Sin embargo, también expone unas ácidas opiniones sobre el minimalismo, resultado lógico –según él– de una música (la occidental) que ya había explotado todas sus combinaciones y había llegado en el siglo XX a un cul-de-sac del que tan sólo podía salir por la vía de la repetición y la mínima variación. También arremete contra la etiqueta del folk y el new age, y redunda en su frustrado empeño por engrosar las filas del pop.
De sus años mozos explica que organizó un ingenuo –pero para nada inocente– boicot en un concierto de Toru Takemitsu, compositor habitual de Akira Kurosawa, por utilizar instrumentos tradicionales, un recurso estético que por entonces Sakamoto y sus acólitos atribuían a un pensamiento ideológico de derechas. Tiempo después, su amigo David Sylvian ingenió un encuentro casual para que ambos músicos se reconciliaran. Por otra parte, reconoce su inspiración en álbumes como Esperanto (1985, Midi), Neo Geo (1987, CBS), Beauty (1989, Virgin) o Heartbeat (1991, Virgin) de las músicas autóctonas de África, China, Bali y Japón que, además, asoman en muchas de sus bandas sonoras. No obstante, muestra sin tapujos su decepción por el maltrato a su obra sonora en el montaje final de El último emperador (1987), entre otras diferencias con el director Bernardo Bertolucci, quien metió mucho la mano en la música para otros films como Pequeño Buda (1993) o El cielo protector (1990). Pese a haber protagonizado varias películas más –como Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Nagisa Oshima, 1983), junto a David Bowie y Takeshi Kitano–, la actuación cinematográfica apenas despertó mayor atención en su carrera.
En cambio, la música le robó el alma desde muy temprana edad: con 4 ó 5 años debutó con una canción dedicada a su conejito que incluso vio la luz en formato de flexi-disc, y su producción de música infantil ha dado sus frutos recientemente en el recopilatorio Nihon no Uta (2007, Commons). Paradójicamente, cuando habla de familiares, amores y desamores lo hace con un distanciamiento inquietante, admitiendo sin ambages sus problemas de socialización y su desapego progresivo de la humanidad: “Quizá ya esté bien que el hombre desaparezca”, dice en cierta ocasión tras relatar la angustiosa paranoia que asoló la ciudad de Nueva York (donde residía entonces) en las fechas siguientes a los atentados del 11-S de 2001. Su interpretación en clave de réquiem de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Barcelona (1992) tampoco esconde un aura fatalista que, por el contrario, se contradice con la visión idealista que muestra Sakamoto sobre la ciudad catalana –a juicio del pianista, todos los barceloneses parecen adorar más la cultura que a su propia vida–.
Esta ingenuidad se vuelve algo más cínica cuando advierte que el verdadero motivo de su implicación política en la Universidad (a rebufo de las revueltas estudiantiles del mayo del ’68 francés) era ligar con las intelectuales. En sus citas a proyectos corales como la Yellow Magic Orchestra parece más ambiguo, debatiéndose entre la entrega más apasionada y la desilusión más extrema, como si fuese un niño caprichoso con ansias por jugar con todo pero sin encontrar todavía aquello que le satisfaga. Un poco parecida a la impresión que tiene uno tras leer tantas páginas sobre su vida y terminar sabiendo tan poco sobre el verdadero Sakamoto. Info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno