Rocío Molina
Rocío Molina
SFB El Dorado. Sandaru 15 de diciembre de 2016
Cualquier aficionado sabe que esta mujer está revolucionando el baile flamenco, además no sólo lo saben los aficionados de casa, si das un vistazo a sus videos te darás cuenta que los espectadores de otras ciudades (París, Nueva York, Singapur) también se disputan su presencia en cualquier festival. La última Bienal de Sevilla la cerró con un espectáculo de cuatro horas, y es que si la has visto en directo ya sabes que su apuesta física está más cerca de una atleta olímpica que de las bailaoras tradicionales. No necesita cambiarse de vestuario para descansar, lo que Rocío Molina necesita constantemente es bailar. Después de su paso por el Temporada Alta de Girona, era todo un lujo tenerla en El Dorado, era lógico que unos cuantos se quedasen sin poder entrar. Con Pablo Martín Jones a la batería y percusiones y Antonio Campos al cante y también guitarra, se presentó la malagueña, con una puesta en escena sin florituras, ya vendrá en la primavera al Mercat de les Flors a presentar su “Caída del cielo”. En este espacio, más cercano, más familiar, nos traía Molina una de sus improvisaciones, una hora de baile sin etiquetas, una hora de ataque directo al estómago. Empezaron con unos Cantes de trilla, con Antonio Campos sin micro, iba echando al vuelo su voz, Molina ronroneaba a su alrededor y envolvía con sus movimientos la fuerza bruta del cante de trabajo. Siguió con una soleá enorme, terrible, amarga como la hiel. No era un espacio de discursos, pero comentó que le dedicaba la noche a Morente y a La Chana (bailaora histórica con la que se fundió en un gran abrazo al final del espectáculo) y arrancó con unas letrillas de Los tientos del Mellizo que rebajaron la tensión de la soleá. Siguió una rumba, quiero suponer que homenajeando a Carmen Amaya, aunque la sombra de Amaya siempre está presente. Muchas cosas las unen pero sobre todo esa necesidad de bailar, tampoco Amaya conocía el cansancio físico en escena. Un servidor creía que todo el bolo iba a estar sin parar de bailar, pero no, salió hacia vestuarios para cambiarse y Campos cogió la guitarra para ofrecernos una taranta, pero no tardó ni dos minutos en volver a escena Rocío Molina y apostaría que mientras iba a cambiarse siguió bailando. Se metió en los cantes mineros con la necesidad de romper la tierra, con la necesidad de que sus brazos incluso en los movimientos más complejos, puedan ser una parte totalmente libre de su cuerpo y ofrecernos imágenes de vuelos increíbles. Era el momento en que la percusión de Martín Jones y los tacones de Rocío Molina exploraran, a veces por separado y otras a dúo, la riqueza de los compases, la libertad del tiempo. Creo recordar que la noche siguió por fandangos, pero la verdad es que uno estaba hechizado y más pendiente de la energía desbordante de la malagueña que no de los palos que iban atacando. Antonio Campos, un joven cantaor de Tarragona que habrá que seguir de cerca, estuvo muy acertado, y aunque después de un principio de riesgo (a pelo) se pasó al micro, su cante fue fundamental para un espectáculo que fundió perfectamente la voz e incluso la guitarra con la fuerza escénica de Molina, que te atrapa totalmente con su lucha continua. Más fácil lo tiene Martín Jones a la percusión, ya que puede separarse del corsé de los palos y trabajar ritmos y compases con la misma libertad que la protagonista. En fin un trabajo que dejó de manifiesto que Rocío Molina está en un momento de creación continuo y el público, que al principio no osaba interrumpir con sus aplausos las improvisaciones de la bailaora, al final descargó un largo aplauso que sin duda nos ayudó a descargar la tensión que habíamos mantenido durante todo el espectáculo. Una de esas noches que como decía Pedro Barragan, deben “registrase” en el corazón, más que en los móviles. + info | relacionados | Fotografía. Dani Álvarez. Texto. Candido Querol