Nabucco


yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Nabucco
XXV Cicle d’Òpera de Catalunya

Kursaal, Manresa. 6 de marzo de 2013

Hace dos años, durante una representación del Nabucco en La Scala de Milán, el director Riccardo Muti pidió al público que se uniera al coro del Va Pensiero para manifestar así su vergüenza contra el gobierno de Berlusconi. De esta forma, se repetía la escena acaecida en 1949 en el San Carlo de Nápoles, cuando los vítores a la patria obligaron a un nuevo bis del citado coro como oposición al séquito fascista asistente al acto. Y es que, desde el estreno de la ópera en 1842, la susodicha pieza ha sido una de las más recurrentes entre los himnos contestatarios adoptados por el pueblo.

Al respecto, Giuseppe Verdi fue siempre un compositor tan popular como populista, y por eso mismo tan querido como denostado. Sin embargo, nada hacía presagiar esa fama de no haber sido por el Nabucco… La historia es de sobras conocida: Tras los fracasos de sus anteriores óperas, y la reciente defunción de su esposa e hijos, el joven Verdi (que apenas había cumplido la treintena) pensaba seriamente en abandonar la carrera musical. Pero al recibir la negativa de Otto Nicolai para llevar a escena el libreto de Temistocle Solera sobre el rey de Babilonia, el por entonces principal mecenas de La Scala, Bartolomeo Merelli, le pasó el encargo a Verdi con mucho recelo y pocas garantías. No obstante, Verdi vio en los sublevados judíos el claro reflejo de la rabia que los italianos sentían contra los austríacos. No es casualidad que el Va Pensiero se convirtiera rápidamente en una soflama política. Y aún perdura su influencia.

 

Tanto es así que ya es costumbre interrumpir ahí la obra para que el público se rompa las manos y la garganta entre aplausos y bravos. Tradición carente ya de todo significado político, la falsa emoción que se expresa hoy tras el Va Pensiero es uno de los añadidos estéticos que merecen la atención del Nabucco verdiano, aunque sea por su valor sociológico. Por descontado, la noche del 6 de marzo no fue una excepción, y todo el Kursaal de Manresa fue cómplice del estereotipo. En un momento en que se hace especialmente interesante que el pueblo tome conciencia de su hastío contra la corrupción y la incapacidad de sus políticos, los ecos del dichoso Va Pensiero sonaban un tanto huecos en la impostadamente encendida celebración del público, cuya única motivación era lucir permanente y vanagloriarse de haber visto caer al fiero Nabucodonosor.

Pero qué importa eso si el resultado es bueno. Aunque Rubén Gimeno, al frente de la Orquestra Simfònica del Vallès y el Cor d’Amics de l’Òpera de Sabadell, esté lejos de ser un Muti, poca falta le hace si el elenco escogido para las voces principales cumple la función con tan buena nota. Y ahí tenemos a un fornido Venteslav Anastasov en el papel protagonista, una brillante Miki Mori (en sustitución de la inicialmente programada Eugènia Montenegro) en el rol de Abigaille, y sobre todo el bajo de Zaccaria, interpretado por Iván El Negro García.

yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - NabuccoEn lo tocante a la parte actoral, la cosa ya cambia, y mucho. A excepción del último, todos los integrantes del repertorio no pueden presumir del mismo modo de dotes vocales tanto como dramáticas o expresivas. El tenor Josep Fadó, por ejemplo, tiene un chorrón de voz, pero se comía innecesariamente a sus compañeros incluso en los tutti. En general, los actores se prestaron muy hieráticos y comedidos sobre el escenario. Así, al Nabucco le faltaba majestuosidad y a Abigaille le sobraba histrionismo, mientras que otros personajes como los de Ismaele y Fenena tan sólo pasaban por allí. En cambio, con su sola presencia, Iván García imprimía de carácter al anciano sacerdote judío. Aunque estuvo flojo en las notas agudas, en el tercer acto fue colosal ver y oir su espléndida sublevación en el aria Oh, chi piange? Di femmine imbelli. Su contagiosa arenga fue la culminación de un Va Pensiero que el coro hizo tan bien, y que es justo reconocer que en cada una de sus intervenciones bordó el notable. Eso perdonó las muchas entradas y salidas a destiempo en escena, que se podrían haber corregido con más ensayos con decorados y vestuario.

Éste fue otro de los platos fuertes de este Nabucco: la labor de Manolita Benavides en los figurines y de Jordi Galobart en lo referente a los fondos. Apretando al máximo el ajustado presupuesto (no estamos hablando de una gran superproducción al estilo del Liceu o del Metropolitan, claro), se aprovecharon muy bien los materiales a mano -incluso con mucho atrezzo reciclado de obras pretéritas- sin caer por ello en una austeridad espartana. Efectivo y efectista a la par, la apuesta visual se permitió los lujos de hacer cambios in situ entre escenas, desviar la atención hacia un segundo plano trasparentándolo mediante celosías, o regalar a los espectadores con impagables imágenes como la destrucción del falso ídolo o la cola del vestido de Abigaille derramándose por la escalinata del trono. También se optimizaron inteligentemente los recursos lumínicos en los números de conjunto, destacando con focos individuales a los cantantes y desfigurando sus facciones con adusta expresividad.

Por desgracia no se afiló lo suficiente la ambigüedad moral que se reparten todos y cada uno de los personajes, empezando por la tensa relación entre padre (Nabucco) e hija (Abigaille) y el menosprecio de Ismaele por ésta. Esa carencia de fuelle emocional tendrá su recompensa en la clemencia que la pérfida Abigaille implora al final, y que Dios concederá como tan a menudo solía hacer en el Antiguo Testamento: con una muerte fulminante. Cerrando su obra con un Dios que confunde el perdón del arrepentido con una venganza por sus pecados, Verdi parecía estar declarando su furibundo ateísmo y falta de esperanza contra un mundo que, un siglo y medio más tarde, se asume tan anodino como arrastrado hacia su autodestrucción. No hay más que notarlo en la fría actitud con que se aplaude un coro revolucionario, similar a la de quien se encasqueta una gorra del Ché o se calza una máscara de Guy Fawkes cuando toca manifestarse en la calle. En el instante en que slogan y marketing se unen a una causa ideológica, uno se pregunta para qué sirve entonces el arte si no es para promocionar unas marcas. El pueblo, en tal caso, no puede evitar ser una masa consumida por su propio aplauso ombliguista, sea para lo que sea. Y así nos va. Iván Sánchez-Moreno