Música y sentimiento
Música y sentimiento
Charles Rosen, Alianza Editorial 2012
Charles Rosen es ya un viejo conocido de los lectores de literatura musicológica divulgativa. The Romantic Generation (Harvard University Press, 2003) y El piano: notas y vivencias (Alianza, 2004) son quizá los títulos más celebrados de este autor, que es, además, un consumado músico de oficio. Música y sentimiento está llamado a ser otro clásico del género, pues ya goza de cuatro ediciones que se agotan enseguida en las librerías. Compila una serie de conferencias que Rosen dio en la Universidad de Indiana hace una década, traducidas para la ocasión por Luis Gago. El punto de partida de Rosen es poner en tela de juicio la teoría de que la música es un lenguaje universal porque provoca en todo el mundo los mismos sentimientos. En su deconstrucción de los modos musicales asociados a un determinado tipo de emoción a lo largo de los tres últimos siglos queda demostrado que eso es una falacia tan ingenua como interesada, que tal vez sólo busca indirectamente imponer las supuestas excelencias de la música occidental sobre las de otras culturas y épocas.
Para empezar, la música no es un lenguaje perfecto, porque los sentimientos no son unívocos en cada oyente. Lo que a unos les emociona, a otros les deja fríos. Asimismo, el contexto define y constriñe en mayor medida el significado que le damos a una emoción, como ocurre por ejemplo al acompañar un allegro con imágenes violentas, como tan bien plasmó Stanley Kubrick con La naranja mecánica (1971). Para probar sus argumentos, Rosen analiza detalladamente algunos recursos que definen la obra de ciertos compositores como Bach, Berg, Schumann, Wagner o Liszt, entre otros. Principalmente sus ideas parecer seguir la senda formalista iniciada por Eduard Hanslick en 1854 en su genial tratado Sobre la bellesa musical (Accent, 2010), credo con el que posteriormente comulgarán otros popes de la musicología y la psicología cognitiva especializada como Leonard B. Meyer, Derryck Cooke o John Sloboda. Y aunque Rosen no lo plantee, el caso es que su libro bien podría engrosar la cada vez más discurrida bibliografía básica en castellano de ensayos sobre psicología de la música. El libro de Rosen ya abre una viva polémica sobre si el verdadero objetivo de una psicología de la música debiera ser el de analizar cómo se le da significado a una representación, o bien ver cómo se construye un sentimiento. O lo que es lo mismo, el eterno debate entre la postura apolínea vs. dionisíaca.
Así, ¿puede entenderse la música al margen de un sentimiento adscrito? Y en caso negativo, ¿es emocional todo sentimiento estético? ¿O bien es que ha quedado anclado o fijado un determinado código o patrón de conducta emocional para que nuestro sistema nervioso se sensibilice al escuchar determinadas formas ya acostumbradas en cierto marco cultural? ¿Se trata, por tanto, de un condicionamiento social, o se debe en cambio a algo más complejo, como una evolución a la par entre sensibilidad nerviosa y construcción musical?
Varios son los planteamientos que expone Rosen para discutir estas cuestiones. Uno se basa en la mutua dependencia entre música y letra en las piezas cantadas, pues no pueden entenderse por separado, como ocurre también en el caso de una ópera sin escenificación o de un lied sin texto. Otro se sirve del artificioso contraste entre consonancia/disonancia. La musicología tradicionalista tiende a interpretar esta última en el sentido de una música que “suena fea”. Pero para Rosen la escucha musical siempre crea una expectativa, y su resolución dependerá en buena medida de que haya una relajación o una tensión en el desarrollo de esa música. Por ende, no es reductible a una mera fórmula de “belleza estética”. En parte, la culpa es de gente como Haydn o Diderot, quienes encumbraban la armonía como la cualidad suprema de la música porque confería orden al sonido (…sí, vale, pero un orden pactado normativamente, no natural). La creación de formas armónicas estaría por extensión vinculada a la construcción de significados. Por eso no nos debiera sorprender que en pleno siglo XVIII se publicaran catálogos de motivos musicales asociados a emociones, como el Affektenlehre de Johann Mattheson.
Sin embargo, son muchos los ejemplos que esgrime Rosen para contradecir estos fundamentos: en Schumann, la música de Mozart tan sólo despertaba un interés por “su encanto formal”, mientras que los críticos del siglo XX veían en la obra mozartiana pasión e incluso una desesperada violencia (como en el Réquiem, claro). Pero es que Schumann sólo atendía a los aspectos técnicos, no a significados que se añadían a posteriori sobre la partitura. Algo similar le pasó al propio Rosen ante la apreciación de un crítico que afirmaba que la música de Schoenberg no era nada expresiva porque no le inspiraba emoción alguna, ¡siendo para Rosen motivo suficiente para sufrir un ataque de histeria! Por su parte, Wagner era un maestro en crear tensión sin apenas proponer ningún desarrollo, así como Bach se limitaba a componer según la afinación de los instrumentos disponibles, por lo que asociar un sentimiento a una determinada forma musical podía variar consecuentemente en función de la interpretación, el timbre y el tono. Ya puestos a desconfiar de los significados únicos en música, cuando los contrabajistas pellizcan las cuerdas en la escena de la Salomé de Strauss en la que los soldados bajan al pozo a buscar al cautivo Bautista, ¿representan verdaderamente la impaciencia de Salomé?, ¿o acaso crean una inquietud en en el oyente, ante dicha distorsión? Tampoco Beethoven se escapó de las lecturas sesgadas de algunos críticos, que llegaron a tildar su obra de perversión sexual. Para defenderse contra los determinismos radicales, Rosen también nos recuerda que autores como el citado Beethoven, Vivaldi, Janacek o Messiaen utilizaron recurrentemente modos musicales que trataban de imitar el canto de los pájaros, pero estas formas podían ser muy distintas en cada época. En definitiva, Música y sentimiento está trufado de ejemplos que enriquecen las acertadas opiniones de Rosen. No obstante, ahí tal vez resida su principal inconveniente, pues abusa de tecnicismos y de extractos de las partituras originales que pueden saturar a más de un lector no avezado en el lenguaje musical.
Queda muy clara al final del libro la importancia que la psicología debe tener para el buen ejercicio de la crítica musical, así como la necesidad de unos conocimientos mínimos sobre estética que conviene actualizar constantemente. Al respecto, Rosen acompaña al lector hasta un progresivo declive del sentimentalismo musical al llegar al siglo XX, desde que los románticos se empeñaron no tanto en conseguir una claridad expositiva, sino en acentuar los detalles, las texturas y, sobre todo, los cambios en el estado de ánimo. Cuando la subjetividad toma las riendas de lo musical, todo universalismo está de más. Tras la reivindicación del relativismo y la ambigüedad, la música post-romántica comenzó a mezclar eros y thanatos, pasión y dolor, calma y terror, entre otros sentimientos de fuerte contraste y límites muy difusos, como prueba la música simbolista de Debussy, quien se oponía al realismo evitando la metáfora en beneficio de la sugerencia. Asomando la patita reaccionaria, Rosen concluye que, con el auge del serialismo, del sistema dodecafónico y de la atonalidad, se perdió la capacidad del contraste expresivo, quedando el lenguaje musical disociado (¡por fin!) de cualquier sentimiento. Quizá es hora de renovar viejos cánones con nuevas tecnologías, y no caer tanto en las trampas del etiquetaje. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno