Marina, de Arrieta
Marina, de Emilio Arrieta
Sabadell, La Faràndula
30 de noviembre de 2008
Sin nada que envidiar al “grande” (por internacional, pero no por ello mejor), el mal llamado género chico fue no obstante un excelente caldo de cultivo para los autores del país (he ahí dos referentes capitales como Barbieri y Gaztambide y, posteriormente, Torroba, Guridi y Vives, por ejemplo). Maestro de maestros –entre sus pupilos estaban Bretón y Chapí, entre otros–, Emilio Arrieta (1821-1894) adoptó el manierismo italianizante al lenguaje patrio, componiendo hasta 50 partituras del mismo estilo. Este díscolo protegido de la reina Isabel II –pese a su aparente servilismo monárquico, suyo es el himno Abajo los Borbones–, el navarro Arrieta se valió de varios “préstamos” ajenos para la creación de su Marina (como pone de manifiesto el guiño a los floridos gorgoritos del aria de la locura de Lucia de Lammermoor en el solo final del rondó Rayo de luz encantadora).
A raíz del éxito, el autor reincidió en otra Marina en 1887, suprimiendo los trozos hablados y añadiendo algunas piezas nuevas. Pero desde que llegara su culminación con las populares interpretaciones del tenor Josep Palet durante la IIª República –y con el paréntesis revitalista de Alfredo Kraus– no se volvió a representar la primera versión por estos pagos. La expectativa se ofrecía más curiosa que convincente, pues en tiempos de crisis poca necesidad hay de culebrones de amor y desamor con happy end. Y sin embargo el teatro de llenó hasta la bandera…
No es para menos, teniendo en cuenta el reparto. En los papeles protagonistas, tan dados a las florituras vocales (la de Arrieta no es una música fácil por la agilidad y los cambios de registro a los que obliga a los cantantes), destacaron notablemente Tina Gorina y Carles Cosías, de voces claras y brillantes y sin ese afectado exceso de vibrato con que se confunde potencia con resistencia. Ligeros y bien compenetrados en los dúos –a veces incluso más adelantados que la orquesta–, su juventud no exime de un currículo fetén: si la primera presume de varios premios de enjundia (el Viñas, el Gayarre, etc.), además de haber secundado a popes del mundillo como Carreras o Aragall, el segundo –apadrinado por el mecenazgo de Plácido Domingo– está bendecido con otros tantos honores (como el Donizetti o el citado Viñas).
Pero del elenco resalta sobretodo el nombre de Carles Daza. De carrerón imparable y del que aún queda mucho por aplaudir, desde hace un lustro no deja de cosechar las mieles de crítica y público. En las intervenciones de conjunto, su voz lo barre todo. Aún siendo un personaje secundario, su interpretación del marino Roque recibió la respuesta más entusiasta de la platea. Concebido como el tradicional contrapunto cómico del galán en la opera bufa, Arrieta le dio a Roque los números más alegres para que se luciera el barítono con tal porte de gallardía chulesca. Este cínico misógino (que encuentra en la bondad de Marina una especie de redención) bordado por Daza conseguiría seducir al oyente en momentos como Feliz morada donde nací, en el tango con aires de havanera Dichoso aquél que tiene y emulando un guitar player con bandurria invisible en la seguiriya La luz abrasadora.
Todos y cada uno de los artistas expresaron convincentemente sus personalidades con la emoción que transmitía la voz y las maneras –incluyendo la intervención del director de escena, Carles Ortiz, haciendo doblete en el rol de Alberto–: la duda entre dos amores que fustiga a Marina, la amargura que Jorge siente contra quien le rechazó (Quién fue la ingrata), la superficialidad algo narcisista del prometido Pascual… De los cuadros compartidos sobran elogios para Costa la de Levante, Pensar en él y el brindis beodo de A beber, a beber y ahogar, trufados de duetos y tercetos de extremada concatenación. No así para los trozos de coro, al que en ocasiones no se le entendía (como en la inicial y fresca Ya la estrella precursora).
Al menos éste ayudó a vestir el estatismo escenográfico con sus movimientos coreográficos –imitando el oleaje del mar o conformando formas simbólicas en escena (una quilla de barco, una cola de pez, etc.)–. También contribuyó el sutil juego de luces, sacando provecho del azul marino y del sol mortecino que va de la albada al ocaso. Al respecto, hay que agradecer el buen hacer de Jordi Galobart, responsable también de la sencilla pero efectiva puesta en escena de la Madame Butterfly que estrenó la temporada operística en la ciudad.
A priori, la elección de Daniel Martínez al frente de la Orquestra Simfònica de Sant Cugat y el Cor d´Amics de l´Òpera de Sabadell también era un acierto. Bregado ya en varias experiencias líricas (ha esgrimido su batuta en títulos como Gianni Schicchi, Manon, Le nozze di Figaro o La Cenerentola, entre muchos otros), así como en zarzuelas y cancioneros más arraigados ( La rosa de azafrán,Cançó d´amor i de guerra). No obstante, los vientos soplaron sin norte…
Dado que la ocasión de recuperar una obra en su versión primigenia permitía no sólo conocer los fragmentos teatrales privados en su reposición “moderna”, se devolvía aquí la ubicación a las playas de Lloret, un detalle muchas veces escamoteado en las funciones representadas bajo mandato franquista y veladamente sugerido por la sonoridad a tenora del oboe principal –sobretodo en las overturas instrumentales de los dos actos–. Obra de gran colorido vocal y con arias tan graciosas como emotivas (sin ser lacrimógenas, pues todo aquí se impregna de un buen rollo contagioso), se presenta ahora gracias a este esfuerzo grupal la opción de rescatar del silencio una de las referencias esenciales para entender la música del siglo pasado. // Iván Sánchez Moreno
A raíz del éxito, el autor reincidió en otra Marina en 1887, suprimiendo los trozos hablados y añadiendo algunas piezas nuevas. Pero desde que llegara su culminación con las populares interpretaciones del tenor Josep Palet durante la IIª República –y con el paréntesis revitalista de Alfredo Kraus– no se volvió a representar la primera versión por estos pagos. La expectativa se ofrecía más curiosa que convincente, pues en tiempos de crisis poca necesidad hay de culebrones de amor y desamor con happy end. Y sin embargo el teatro de llenó hasta la bandera…
No es para menos, teniendo en cuenta el reparto. En los papeles protagonistas, tan dados a las florituras vocales (la de Arrieta no es una música fácil por la agilidad y los cambios de registro a los que obliga a los cantantes), destacaron notablemente Tina Gorina y Carles Cosías, de voces claras y brillantes y sin ese afectado exceso de vibrato con que se confunde potencia con resistencia. Ligeros y bien compenetrados en los dúos –a veces incluso más adelantados que la orquesta–, su juventud no exime de un currículo fetén: si la primera presume de varios premios de enjundia (el Viñas, el Gayarre, etc.), además de haber secundado a popes del mundillo como Carreras o Aragall, el segundo –apadrinado por el mecenazgo de Plácido Domingo– está bendecido con otros tantos honores (como el Donizetti o el citado Viñas).
Pero del elenco resalta sobretodo el nombre de Carles Daza. De carrerón imparable y del que aún queda mucho por aplaudir, desde hace un lustro no deja de cosechar las mieles de crítica y público. En las intervenciones de conjunto, su voz lo barre todo. Aún siendo un personaje secundario, su interpretación del marino Roque recibió la respuesta más entusiasta de la platea. Concebido como el tradicional contrapunto cómico del galán en la opera bufa, Arrieta le dio a Roque los números más alegres para que se luciera el barítono con tal porte de gallardía chulesca. Este cínico misógino (que encuentra en la bondad de Marina una especie de redención) bordado por Daza conseguiría seducir al oyente en momentos como Feliz morada donde nací, en el tango con aires de havanera Dichoso aquél que tiene y emulando un guitar player con bandurria invisible en la seguiriya La luz abrasadora.
Todos y cada uno de los artistas expresaron convincentemente sus personalidades con la emoción que transmitía la voz y las maneras –incluyendo la intervención del director de escena, Carles Ortiz, haciendo doblete en el rol de Alberto–: la duda entre dos amores que fustiga a Marina, la amargura que Jorge siente contra quien le rechazó (Quién fue la ingrata), la superficialidad algo narcisista del prometido Pascual… De los cuadros compartidos sobran elogios para Costa la de Levante, Pensar en él y el brindis beodo de A beber, a beber y ahogar, trufados de duetos y tercetos de extremada concatenación. No así para los trozos de coro, al que en ocasiones no se le entendía (como en la inicial y fresca Ya la estrella precursora).
Al menos éste ayudó a vestir el estatismo escenográfico con sus movimientos coreográficos –imitando el oleaje del mar o conformando formas simbólicas en escena (una quilla de barco, una cola de pez, etc.)–. También contribuyó el sutil juego de luces, sacando provecho del azul marino y del sol mortecino que va de la albada al ocaso. Al respecto, hay que agradecer el buen hacer de Jordi Galobart, responsable también de la sencilla pero efectiva puesta en escena de la Madame Butterfly que estrenó la temporada operística en la ciudad.
A priori, la elección de Daniel Martínez al frente de la Orquestra Simfònica de Sant Cugat y el Cor d´Amics de l´Òpera de Sabadell también era un acierto. Bregado ya en varias experiencias líricas (ha esgrimido su batuta en títulos como Gianni Schicchi, Manon, Le nozze di Figaro o La Cenerentola, entre muchos otros), así como en zarzuelas y cancioneros más arraigados ( La rosa de azafrán,Cançó d´amor i de guerra). No obstante, los vientos soplaron sin norte…
Dado que la ocasión de recuperar una obra en su versión primigenia permitía no sólo conocer los fragmentos teatrales privados en su reposición “moderna”, se devolvía aquí la ubicación a las playas de Lloret, un detalle muchas veces escamoteado en las funciones representadas bajo mandato franquista y veladamente sugerido por la sonoridad a tenora del oboe principal –sobretodo en las overturas instrumentales de los dos actos–. Obra de gran colorido vocal y con arias tan graciosas como emotivas (sin ser lacrimógenas, pues todo aquí se impregna de un buen rollo contagioso), se presenta ahora gracias a este esfuerzo grupal la opción de rescatar del silencio una de las referencias esenciales para entender la música del siglo pasado. // Iván Sánchez Moreno