Maria Joao Pires
Maria Joao Pires
Festival Internacional de Música Pau Casals
Auditori Pau Casals, El Vendrell (Tarragona)
3 de agosto de 2009
Maria Joao Pires entra, se sienta, toca y se va. Como llega un día el amor y, de repente, se marcha sin decir adiós, dejando entremedias un goce que, de tan intenso, no da tiempo a prever que tarde o temprano se acabará. El concierto más esperado del cartel del Festival Pau Casals no defraudó a nadie. Puesto que los últimos años la pianista lusa había cancelado varios recitales en tierras catalanas por problemas de salud, era mucho el ansia por verla por fin recuperada en escena. Por dicho motivo, resulta muy llamativo que esté actualmente de gira promocionando su último disco, dedicado íntegramente a la obra camarística de Chopin compuesta en sus años de madurez (Chopin, Deutsche Grammophon, 2009). Coincidiendo con el 150º aniversario de su muerte, Maria Joao Pires ha escogido diversas piezas de sus tres últimos años, y dado que de las más de 200 que dejó escritas, casi el 90% son para piano solo, otro de los alicientes de la cita es la compañía del joven chelista Pavel Gomziakov –nacido por cierto en una localidad rusa de evidentes connotaciones musicales: Tchaikovsky–, miembro integrante del grupo experimental Art Impressions fundado por Pires hace cuatro años.
La velada en el Auditori Pau Casals, rozando en ocasiones lo sublime, tuvo muchos momentos para la epifanía por irrepetibles y por emotivos. Ideal como banda sonora para serenar el alma tras el fin del amor, el programa cargó sus tintas cómo no en Chopin, añadiendo un sentido homenaje con un préstamo de Liszt. El estilo de Pires es idóneo para el autor polaco, de estructura tan libre como abierta al virtuosismo y en su época radicalmente rompedor con las formas clásicas al uso. Pero si cada personalidad es una visión diferente del mundo, compartir la creación con otro artista puede ofrecer lecturas conjuntas de lo más imprevisibles. Las del dúo Pires/Gomziakov se apoyaban sobretodo en contrastes: si la primera pasa de la caricia a quemarse los dedos en su santiamén, el segundo se caracteriza por un comedido control del sentimiento –como se constató con su particular transcripción del Estudio en do menor op. 25 para chelo y piano, recalcando el peso en la cuerda–. Mujer de fuerte carácter, Pires expuso un agresivo ataque en las teclas, amartilleando la sonoridad metálica de su Yamaha y apostando más por el matiz grueso y la fuerza y rapidez del toque, por lo que allá donde hubiese sobreabundancia y exceso, lo resolvería después con parches más relajados de elegante delicadeza. Y es que estamos hablando de una pianista a las antípodas de los animistas de la música etérea, tocando en cambio a Chopin con cruda fisicalidad. De claras influencias rubinstenianas –no en vano, sus Nocturnos (Decca, 1996) han hecho escuela–, a Pires sin embargo la pierde la desmesura romántica, sintiéndose por tanto más cómoda con la pianada recurrente y el lío de notas que, en manos (y dedos) de otros artistas –Sviatoslav Richter o Glenn Gould, pongamos por caso– habrían sufrido merecida tijera.
En tal caso, en la Sonata nº 3 en si menor op. 58 de Chopin, la endiablada velocidad del Scherzo permite a Pires dar rienda suelta a la expresividad, con una desbocada pedalera y un enérgico arranque en el Presto final, para contrarrestar luego en el Largo con una fúnebre gravedad seguida de una desapasionada sensatez… como si el autor quisiera mostrar con inusual recogimiento y contrición la aceptación de la venidera muerte. Pires, en los pasajes largos de la mano derecha, mecía en el aire las notas con la otra. Casi el mismo gesto con que Gomziakov y ella interpretaron La lúgubre góndola de Liszt, una de las más bellas piezas para variación instrumental jamás escrita (las adaptaciones de John Adams y Ferruccio Busoni son al respecto ejemplares). Escogida por su reminiscencia elegíaca –Liszt la compuso en recuerdo de su amigo Wagner–, la ligereza del chelo combinó muy bien con los puentes de piano, relegado aquí a un papel de consorte. Con notas largas, Gomziakov remarcaba el efecto plañidero con cada lenta pasada del arco, a diferencia de los modos rebeldes –pero para nada asilvestrados– de Pires. Dotado de una sensibilidad muy distinta a la de la portuguesa, el estilo del ruso (con especial querencia por el recurso del vibrato) es tan racional que, en el diálogo de la Sonata en sol menor op. 65 para chelo y piano, se ejerció una represión permanente sobre los impulsos del corazón. Pecando de cierta frialdad –incluso en el Scherzo, tan formal–, el choque entre pasión e intelecto tendría un símil en el acto de acuchillar el fuego. En el Largo se reestableció un momento epifánico a recordar, sonando como dos viejos amantes que en su reencuentro ya nada tienen que decirse: él tocando el chelo con distancia y ternura, ella con cariño y sequedad, ambos sin ampulosidad; él abrazado a su instrumento, ella apartada del suyo.
Y puesto que “se disfrutaba” de la muerte (de Chopin), pasada la medianoche Pires cerró el concierto con la Mazurka op 68 num. 4 ("francés" de adopción, Chopin siempre estuvo en deuda con sus raíces folklóricas usando recurrentemente esta forma musical), encabalgándola con un respetabilísimo silencio –porque vendrá la muerte y tendrá tus ojos, decía el poeta–, última de las obras de Chopin quien, casi con ironía, se encaraba con lo inevitable. Y así, tan subrepticiamente como apareció en escena, se fue sin más, y aun perdura su eco. // Iván Sánchez Moreno