Ludovico Einaudi
Divenire (Decca/Universal, 2006) le ha reportado a Ludovico Einaudi la misma inmerecida fama que Amèlie (Virgin, 2001) a Yann Tiersen. Sabedores de que tendrá que vivir de rentas si no evoluciona su discurso, optan por exprimir a la vaca hasta agriarle la leche. El de Einaudi es un minimalismo de aire reflexivo, como un Mertens amable y no tan áspero, más acorde con la intimidad del salón-comedor que para un recital en público. Pero el truco se agota pronto, y todo se reduce a alargar una sola línea melódica con los aspavientos del que remueve una sopa, sin sacarle ningún matiz al piano. Se contentó en concierto con extraer de él un sonido monótono y sin brillo –bueno, sí, contrarrestó con muchos graves de la mano izquierda para remarcar la tristura a cada compás, y abrió y cerró a conciencia el pedal todo el rato para dar un poco de volumen al asunto–, pero en general se limitó a hacer una traslación directa del citado disco con mínimas variaciones, sin riesgos ni florituras de más. A los temas en los que en estudio se arropa con el calor/color de una orquesta se le echó en falta al menos un tibio acompañamiento –un contrabajo, por ejemplo–, dejando en evidencia un desarrollo laxo que en ocasiones se eternizaba sin norte ni fin. Y es que a la música de Einaudi le pasa como a los interludios instrumentales de Tori Amos, que parecen no arrancar nunca. La prueba está en que nadie sabía cuándo daba por acabada una pieza más que por la longitud del silencio, roto por algún tímido aplauso que denotaba además esa pegajosa languidez del estilo einaudiano. Calvito y con gafas como Nyman, el artista no disimulaba su deuda con el autor de El piano (Virgin, 1993), pero si ciertas composiciones de éste pecan de avance lento, las del italiano lo son de nulo. Tan seco como la sobria escenografía –un piano de cola y un majestuoso candelabro de luces eléctricas a tono con el barroquismo impostado de la sala–, y sin mediar palabra alguna de presentación, abordó sin más preámbulos el contenido de su Divenire particular (secundado al principio por el traqueteo de fondo de la caja registradora de la barra del bar y algún esporádico politono de móvil sin apagar). Interpretado casi íntegramente, también coló algún estreno sin título entre semiimprovisaciones encadenadas –una fórmula que a Keith Jarrett le va bien en el jazz, pero que aquí se queda grande–. Dos horas del mismo palo suponen un duro ejercicio de contención, y pronto el estoicismo dio paso a la rendición: primero por los cambios de postura constantes del público en sus asientos, luego por los suspiros, y por fin los bostezos que daban a entender el cansancio que provoca una escucha atenta de su planteamiento estético… si es que lo hay. // Iván Sánchez Moreno