Le Nuvole di Pier Paolo

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Cotxeres de Sants (Barcelona), Barnasants. 10 de febrero, 2022

El centenario de Pier Paolo Pasolini sirvió de excusa para homenajear al célebre director italiano con un emotivo concierto de jazz. Le Nuvole di Pier Paolo, que es como se llamó la velada, convocó un octeto de músicos italianos liderados por el gran Daniele Sepe y la cantante Emilia Zamuner, continuando con una agotadora gira que ya les ha llevado por Madrid, Palma y Donosti. El festival BarnaSants integra en la edición de este año casi un centenar de eventos a lo largo de tres meses. Son tantos que inevitablemente algunos hasta se solapan. Algunos, sin embargo, requerirían de un mayor empaque y publicidad, como el que ahora nos ocupa: un sentido recuerdo a la obra artística de Pier Paolo Pasolini (1922-1975) en el centenario de su nacimiento. Organizado al alimón con el Instituto Italiano di Cultura, el concierto en cuestión reunió a ocho grandes nombres de la escena del jazz. En cabeza de cartel cabe nombrar al trío compuesto por el veterano saxofonista Daniele Sepe –que ya se ha labrado la fama con más de 40 discos en su haber y colaboraciones con artistas como Roberto Gatto o Gabriele Salvatores–, el trompetista Flavio Boltro –quien se ha fogueado junto a otros popes del género como Michel Petrucciani, Steve Grossman y Joe Lovano, entre otros– y Daniele di Bonaventura, responsable de los arreglos y del bandoneón –el mismo que suena en sendos trabajos de Enrico Bava, Paolo Fresu, Toots Thielemans y Omar Sosa–. Les secundarán jóvenes músicos como Jacopo Mezzanotti en la guitarra, Mario Nappi a los teclados, la batería de Paolo Forlini, el contrabajista Davide Costagliola y la cantante Emilia Zamuner. Pero antes de hablar del concierto es conveniente introducir mínimamente la particular importancia que detenta la música en la obra general de Pier Paolo Pasolini.

El peso de la música en la obra de Pasolini

Escoger un repertorio eminentemente jazzístico para honrar a Pasolini no es asunto baladí. El jazz era un género tan querido como denostado por el propio Pasolini. Fiel a su espíritu anárquico y contradictorio, él mismo lo definía como una música a medio camino entre la carne y el cielo. Con esta metáfora contraponía la música popular –la que correspondería a la dimensión materialista, carnal y más orientada a las pulsiones dionisíacas– frente a la música clásica, más cercana a lo sagrado, ideal y culto y por tanto más afín con la dimensión apolínea del alma humana. Sin duda, su reconocida predilección por Johann Sebastian Bach respondería a esta dicotomía, aunque es justo reconocer que a menudo solía Pasolini incluir muchas canciones populares italianas en todas sus películas.

Al respecto, convendría reivindicar la labor de Pasolini como investigador etnomusicológico. Films como Edipo Re (1967), Medea (1969) o sus particulares revisiones de Los cuentos de Canterbury (1972) y El Decamerón (1971) se apoyan en relevantes tonadas calabresas y de la Campania napolitana que, debidamente recontextualizadas y adaptadas por él mismo en colaboración con Elsa Morante y Ennio Morricone, provocan en el espectador una singular sensación de extrañamiento. Según el cineasta, ciertas sonoridades de la cuna mediterránea habrían conservado parte de la esencia primigenia de las músicas litúrgicas que vieron nacer las primeras civilizaciones en los antiguos imperios de la humanidad. Ésta es la tesis que, de hecho, se desprende de la concienzuda compilación de canciones populares que reunió Pasolini entre 1954 y 1955.

La publicación de Il Canto Popolare coincidió con el significativo éxodo de músicos norteamericanos que se quedaron en paro tras la II Guerra Mundial. El auge del rock’n’roll arrinconó a muchos de los instrumentistas que componían las orquestas de swing que hicieron bailar a medio mundo antes de la guerra. Muchos de ellos gozarían de una segunda juventud al trasladarse al viejo continente europeo: Miles Davis optó por quedarse en Francia, mientras que Gerry Mulligan y Chet Baker prefirieron Italia. Pronto encontraron en el cine un nuevo medio para difundir su obra. Fue el caso de Ted Curson, antiguo integrante de la big band de Charles Mingus que participaría activamente en la banda sonora de Teorema (1968), uno de los títulos más representativos del cine de Pasolini.

Sergio Endrigo, Giovanni Fusco y Gato Barbieri fueron algunos de los músicos que trabajaron estrechamente con Pasolini componiendo o interpretando los temas principales de sus películas, siendo el más prolífico el citado Morricone: desde que compartieran créditos en Pajaritos y pajarracos (1966), La streghe (1967), Appunti per un film sull’ India (1968), Morricone se encargaría tanto de la Trilogía de la vida (1971-1974) como de la póstuma y provocativa Salò o los 120 días de Sodoma (1975). Tras la atroz muerte de Pasolini –un crimen, por cierto, que aún está por resolver– algunas voces destacadas de la vanguardia musical italiana como Fabrizio De André o Alice han legado en su cancionero un recuerdo al cineasta: el primero lo hizo con el tema Una storia sbagliata, mientras que Alice hizo otro tanto con La recessione, con música de Francesco Messina. La intelligentsia anglosajona también se apuntó a los tardíos homenajes a finales del siglo pasado: Scott Walker incluiría Farmer in the city en su opus magnum Tilt (1995, Fontana), la novela Una vita violenta (1959) inspiraría todo un disco de los Blonde Redhead y hasta el propio Morrissey quedaría impresionado por la descarnada crudeza de Accattone (1961), tal y como confiesa en la canción You Have Killed Me. Como se ve, la vida, la obra y la muerte de Pasolini ha generado muchísimas joyas de la música contemporánea que vale la pena tener en cuenta en lo que queda del año en curso mientras duren los fastos de su centenario.

El repertorio del concierto

Con el pretexto de recordar la relación artística entre Curson y Pasolini durante el rodaje de Teorema se escogió la elegía titulada Tears For Dolphy, dedicada precisamente a Eric Dolphy tras su repentino fallecimiento por un coma diabético. La interpretación del octeto de Sepe y compañía estuvo marcada por un estilo muy fidedigno al original, apuñalando con significativos cambios abruptos y repentinos la melodía de un tema tan sensible como seductor. Dichas ráfagas ruidistas, tan propias del free-jazz que abanderaba la escuela de Mingus, renovaban el sentido de la pieza alumbrando la patética imagen de las supuestas convulsiones de Dolphy en los últimos estertores de la muerte mientras los médicos rehusaban tratarle al menospreciarle por el color de su piel y atribuir sus ataques a una sobredosis, pese a que Dolphy no se hubiera drogado en su vida.

Del cancionero de Laura Betti, que fuera una de las musas de Pasolini –participó en calidad de actriz en varias de sus películas y obras de teatro: La Riccota (1963), Las brujas (1967), Orgía (1968), Capriccio all’italiana (1968), Porcile (1969) y las citadas Teorema (1968), Edipo Re (1967) y Los cuentos de Canterbury (1972)–, el octeto de Sepe recuperó para Le Nuvole di Pier Paolo varios de los hits que la encumbraron en el mundo de la canción. Para empezar, Il valzer della toppa unida a Bammenella, de Rafaelle Viviani. Luego vendría Macrì Teresa detta Pazzia, el twist que escribió Piero Umiliani para musicar los versos de Pasolini. Emilia Zamuner los interpretó con voz clara haciendo scat con un estilo lírico y saltarín como el que popularizó Billie Holiday, cerrando la pieza con un simpático duelo con Daniele Sepe, quien alte

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rnó saxo y flauta dulce de manera magistral. Carlo Rusticchelli puso el otro twist que animó los pies de la concurrencia: el que identifica La Riccota y cuyo protagonismo cayó en el órgano Hammond de Mario Nappi.

Partiré partirò fue una de las canciones tradicionales toscanas recuperadas por Pasolini en su canónico estudio etnomusicológico. Presumiblemente compuesta durante las guerras napoleónicas, se convirtió en uno de los temas que luego grabaría Caterina Bueno, una de las principales representantes del folk italiano. Partiré partirò ofreció uno de los momentos más bonitos del concierto al aparecer de manera espontánea una niñita frente al escenario que, improvisadamente, se escurrió a bailar descalza mientras los haces de luz se enroscaban caracoleando entre sus rubios ricitos. El otro instante entrañable fue aquél en el que intervino el dúo conformado por la cantante Petra Magoni –integrante del proyecto paralelo Musica Nuda junto a Ferruccio Spinetti– y su hija Frida Bollani acompañándola al piano. Magoni adoptó una presencia escénica impresionante, servida únicamente por una voz potente y árida –de la escuela de Loredana Bertè–así como del gesto teatral, con una mirada felina y una histriónica expresividad. Su interpretación de Cosa sono le nuvole, la canción de Domenico Modugno que daba título a todo el evento, fue espléndida. El tema servía de bordón en el cortometraje homónimo dirigido por Pasolini y en el que Totò y Ninetto Davoli encarnan a dos marionetas que se rebelan contra la mano que mueve sus hilos, con funestas consecuencias.

Y quizá para rememorar el personal Evangelio de San Mateo (1964) según la particular interpretación de Pasolini se brindó una suerte de rezo para el Cristo al Mandrione que Piero Piccioni escribiera para la voz de Gabriella Ferri. En este caso, Daniele di Bonaventura la dotó de aires de nuevo tango –la sombra de Astor Piazzolla es muy alargada y cubre medio mundo, desde Buenos Aires hasta Milán–, apuntalado sobre todo por su bandoneón, la guitarra y la voz de Emilia Zamuner. Esta estructura se mantendría como base sobre la cual se irían añadiendo el resto de la banda como si de una procesión de Semana Santa se tratase, hasta alcanzar el cénit al ritmo de rumba que iba marcando la batería.

Los juegos disonantes volvieron en C’é forse vita sulla terra de Daniela Davoli a partir de un poema de Pasolini que el conjunto defendió con mucho nervio y con un estilo muy acelerado a modo de drum’n’bass. El punto clásico lo colmó el tema principal de Salò (1975), una vieja canción de la década de los ’30 –Son tanto triste, compuesta por Franco Ansaldo y Alfredo Bracchi– que Ennio Morricone reorquestó siguiendo las directrices de Pasolini.

A pesar de que el inicio del concierto estuviera algo lastrado por un sonido atropellado debido al excesivo volumen que emitían los altavoces, poco a poco fue serenándose para poder apreciar los matices instrumentales que iba adquiriendo cada tema. Esto que acabamos de decir, en un concierto de jazz, es imprescindible, sobre todo en los momentos puntuales que se abrían al lucimiento solista de cada uno de los miembros de la banda. El concierto adoptó un agradecido equilibrio didáctico al introducir cada pieza con una breve explicación para situarla en el contexto y la obra de Pier Paolo Pasolini, cosa que fue posible en parte al desparpajo y la frescura típicamente napolitana de Daniele Sepe y la clara dicción de Jacopo Mezzanotti hablando castellano. Tras dos intensas horas de concierto, los aplausos se hicieron extensibles con suma justicia a Massimo Di Stefano, principal impulsor del proyecto, y a Pere Camps, verdadero alma pater del Festival BarnaSants. El público se quedó con sed de más, así que habrá que esperar a futuras visitas de tan egregio elenco. + info | Relacionados | Fotografías: Juan Miguel Morales

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