La Pantera Imperial de Carles Santos
La pantera Imperial de Carles Santos
Teatre Lliure, Barcelona
17 de febrero, 2010
Se cuenta en El silenci abans de Bach (Pere Portabella, 2007) que Félix Mendelssohn redescubrió al olvidado "maestro Peluca" al desenvolver la carne que había envuelto su charcutero en viejas partituras del músico alemán. Casualmente el mismo día del reestreno de La Pantera Imperial de Carles Santos, enteramente dedicada a Bach, en el Liceu de Barcelona se representaba una función de Elijah, oratorio del citado Mendelssohn. Claro que decir de Bach es hablar de la base de toda la música occidental. Referencia ineludible desde el barroco y su posterior recuperación romántica, Bach forma parte intrínseca de la evolución histórica de nuestro oído y de la biología de nuestra sensibilidad, mal que les pese a algunos que no quieren escuchar el pasado. Como un demiurgo omnisciente, Bach está en el poso de casi toda la tradición moderna, pero también es por ello un gastado lastre del que no podemos huir. Por más que otros lenguajes nuevos -serialismo, dodecafonismo, impresionismo, minimalismo y demás melifluos "ismos" de quita y pon- hayan intentado seguir con la línea ancestral del parricidio de los maestros, en el caso de la influencia de Bach eso es imposible, pues se perpetua incólume tanto en sus continuadores como en sus verdugos.
Ante la evidencia de su imbatibilidad, muchos intérpretes se rebelaron (manteniendo siempre el respeto, eso sí) contra su sombra, reformulándolo y readaptándolo a estilos más personales -como hicieran Charles Gounod, Ferruccio Busoni o Leo Stokowki antes, o Jacques Louissier, Uri Caine o Glenn Gould mucho después-. Frente a los intolerantes puristas que sólo atienden a un Bach en staccato, por ejemplo, teóricos de la música como el propio Gould sostienen que toda interpretación no puede sino ser siempre una inevitable versión (¿acaso no estamos conformados de, por y con la subjetividad?). En manos de Carles Santos, el caso de Bach se trata además de una perversión. Manteniendo la actitud contestatariamente brossiana que le caracteriza, Santos recreó un Bach vitalista y muy juguetón, sin el aura agresivo que desprendían otros espectáculos anteriores –Transfer (2005), El fervor de la perseverança (2007), He de ser castigat per no haver estimat mai ningú (2006)-, donde la violencia física contra sí mismo formaba parte del sentido interpretativo de la obra.
Un show de Carles Santos no es sólo música, ni teatro, ni ópera, ni poesía, ni performance, sino todo junto. Por supuesto contribuye poderosamente la escenografía y el vestuario de Mariaelena Roqué para darle una idea de conjunto, hasta el punto de que no se puede concebir ninguna creación de uno sin la participación de su mujer. Pero también el diseño de los personajes y la selección de los actores es una clara baza Santos, soberbios todos en su histrionismo particular: no hay más que ver y escuchar a dos de las actrices recitando aceleradas la composición de una composición cuando ésta suena a sus espaldas, una obsesiva descripción formal de la partitura tan lírica como histérica al superponer dos planos textuales distintos. Antoni Comas, por ejemplo, tenor habitual de su compañía, precisa de una gran resistencia para aguantar cada función entera, ya que en él recaen los números más agotadores. Por una parte una sensualísima y al mismo tiempo muy sadomasoquista escena en que canta mientras una femme fatale le ahoga en una campana de agua; por otra, la clausura del espectáculo, empujando junto a todo el elenco dos pianos rodantes perseguidos por una pianola teledirigida (la misma que recibía a los visitantes en la Fundació Miró cuando se expuso allí Visca el piano!, en 2006), tras lo cual, y sin un segundo de descanso, a Comas le tocó cerrar colocando su voz por encima de la del Coro Lieder Càmera, dirigido por Xavier Pastrana. También pudo disfrutar de algún momento de divertido relax, como el número del clavecín con el que el cantante se desenvolvía con suma gracia.
Despojado de toda sacralizad, Santos ofreció una lectura muy desacostumbrada de la obra de Bach. Rodeado de bustos de gomaespuma del homenajeado, el programa iba desgranando piezas del compositor alemán desde una perspectiva muy sexual, fogosa y absolutamente apasionada, a diferencia de la intencionalidad asentimental de las originales. Lo mismo servía para secundar un strip-tease que para desatar adormecidas libidos en el dúo que Santos y Inés Borrás tocaron alternándose en un mismo piano. Concentrándose sobre todo en el tema de la Fuga en La menor, Santos deconstruía a placer la música de Bach estirando, ralentizando, ritmando, repitiendo, separando los compases, entre otras inteligentes tortura sobre el desarrollo melódico (tan íntimamente ligado a la estructura sintáctica, en el caso de Bach). Muy distinto al posicionamiento más dinamitero del año 1997, fecha del estreno previo, Santos redujo los pasajes de mayor esfuerzo físico en solitario con respecto al montaje anterior. Sin duda, los problemas de salud que le han llevado a cancelar algunos conciertos en los últimos años son una de las principales causas, sino la más acuciante. En eso pensaba uno cuando contemplaba al intérprete arrodillado entre dos pianos que tocaba al unísono, con los brazos en cruz y mirando al público en un inquietante acto de humildad. Fue a partir de entonces cuando el espectáculo adquirió un halo elegíaco o como mínimo melancólico, tono que retomó a continuación en un precioso momento de lucimiento para el coro, disponiendo a sus miembros con los ojos cerrados y los brazos extendidos cual cristo redentor, que el fragmento de la Misa en Si menor complementaba emocionalmente.
Evidentemente también hubieron otras imágenes igual de bellas, sino más: la elegante silueta femenina recortándose con un violín bajo un frágil haz de luz; el reparto taconeando una zarabanda, aflamencada y bachiana; el coro cantando a capella superponiendo sus voces al eco de sus pasos sobre listones de madera caídos del cielo -¿macillos y teclas de piano, quizá?-, que luego serían barridos sin misericordia hacia el foso; dos notas musicales encarnadas nadando simbólicamente por un pentagrama vacío proyectado en el suelo (y en el que luego Carles Santos se inmolaría como un signo de silencio)…
Fiel a sus raíces artísticas es actualmente uno de los pocos herederos de una muy brava generación que se perdió hace tiempo por la asfixia de las subvenciones públicas. El de Vinaròs se mantiene sólido en su libertad creativa dado que le dan de comer aparte por su exquisita excentricidad, lejos del alcance de la mediana comprensión de políticos e instituciones. Gracias a esa automarginalidad de los ámbitos de moda, aún queda Santos para rato, y que sea por muchos años. De momento, esperaremos impacientes la próxima revisión que prepara de L´adéu de Lucrècia Borja protagonizada por Iván el Negro. Mientras tanto, disfruten de este "Bach orgiíastico" o "Amarcord deconstructivo", tal y como lo definió el añorado Vázquez Montalbán. www.carles-santos.com Relacionados // Iván Sánchez Moreno