Debussy: Pélleas et Mélisande
Debussy: Pelléas et Mélisande
Gran Teatre del Liceu Barcelona,27 de junio de2012
El estreno parisino de Pélleas et Mélisande (1902) no fue el éxito que se preconiza en algunos libros mitomaníacos sobre Claude Debussy (1862-1918). Una agresiva campaña de desprestigio desde la prensa conservadora –acusando la obra de ser una oda a la pederastia, al maltrato infantil y a la violencia de género, además de defender activamente el adulterio–, enarbolando las críticas formalistas de académicos como Camille Saint-Saëns o la denuncia judicial que Maurice Maeterlinck, el libretista de la ópera, interpuso por haber eliminado a su novia del elenco principal hizo que las expectativas estuvieran más decantadas hacia la polémica que a la belleza de su propuesta.
En efecto, en Pélleas et Mélisande no existen arias de bravura, ni leitmotivs recurrentes, ni la voz ni la palabra se sobreponen a la música, que era lo único que importaba a su autor –razón quizá más que de sobras para que Maeterlinck acabara tan harto–. Para Debussy, pues, lo menos interesante era el texto, o incluso el sentimiento, si acaso éste tuviese que entenderse en el mismo nivel de pasión desatada de la ópera italiana, o los interminables crescendi extáticos de Wagner, por ejemplo. Tan sólo en un momento casi onírico los dos amantes –que hasta ese instante cantaban ajenos a sus respectivas emociones, sin apenas tocarse ni mirarse en escena– se atreven a romper la contención a través del silencio: él le confiesa con un hilo de voz que la ama; ella le corresponde con su susurro inaudible, mientras el fondo orquestal ha desaparecido por completo. Sólo ahí lo dicho cobra tanta significación como hasta ahora todo lo velado, todo lo oculto.
No en vano, el simbolismo fue estandarte de la lírica francesa, según el cual nada es lo que parece y prima la impresión antes que lo expresivo. Al respecto, la contribución de Robert Wilson en la escenografía y la dirección de actores en este montaje para el Liceu fue crucial. Quien ya haya visto sus anteriores trabajos con Philip Glass (Einstein on the beach, The Civil WarS), Lou Reed (POEtry, Timerocker), Tom Waits (The Black Rider, Woyzeck) o David Byrne (The Forest, The Knee Plays) sabrá a qué nos referimos. Haciendo de la máxima minimalista “menos es más”, sobre el escenario se enumeran contados elementos ornamentales pero, eso sí, cargados de connotaciones según el texto cantado; o compone juegos de tarimas que sitúan a los personajes a distintos planos visuales, biombos que tamizan la luz, sedas en movimiento imitando las olas del agua al paso del viento, barras metálicas que igual sirven para dibujar un frío bosque –que es también el reflejo de la opresión que sienten los paseantes– como para suplir una cascada iluminada cenitalmente, un anillo de neón que se convierte en luna o pozo o ciénaga, etc. La atmosférica música de Debussy, superponiendo texturas cromáticas y líneas melódicas sin fin o desarrollo, se adscribe perfectamente al estilo wilsoniano, aun a pesar de las reacciones adversas de alguna parte del público o de expertos como Alessandro Baricco –tal y como expone en sus recientes Barnum: Crónicas del gran show musical (Nortesur, 2011)–. Para los primeros, en aquella historia faltaba precisamente eso: que pasara algo. Para el segundo, la imaginación del espectador tenía que sobreesforzarse para rellenar los huecos que, inteligentemente, Wilson había dispuesto pera la función. Pero lo cierto es que el sello del escenógrafo ha creado escuela en cine, teatro y danza.
En lo gestual pudieron entreverse influencias cinéticas propias de una coreografía de Pina Bausch, aunque el teatro kabuki era el claro referente de Wilson. Apurando al máximo los movimientos expresivos de los actores, exigía un dominio técnico del cuerpo sin precedentes. Para muestra, un botón: siguiendo la propuesta del relato, los amantes no pueden (o no saben) exponer su amor –a lo que Freud dedicaría sin duda un severo argumento sobre el deseo reprimido– y, por tal razón, Pélleas y Mélisande ni se rozan, ni se miran, y casi nunca coinciden uno frente al otro. Más que de un amor imposible, convendría hablar de un amor difícil, donde las sombras pueden ser indistintamente amenazadoras por lo que no se ve o bien protectoras porque ocultan. Los protagonistas son, de hecho, los únicos que visten de colores claros, en contraste con Golaud –antítesis absoluta de su hermanastro Pélleas y marido a la fuerza de la (no tan) ingenua Mélisande, sabedora inconsciente de su fatal destino y cuyo origen ignoramos pero intuimos desgraciado–. El vestuario es, por ende, un elemento esencial en esta versión, a cargo de Frida Parmeggiani (como en Madame Butterfly, Lulu, The Black Rider, Parsifal, Lohengrin y las primeras películas de R. W. Fassbinder, entre otras producciones), junto con los cambios escénicos frente a la propia mirada del espectador con telones transparentes y marcos rodantes que cerraban/abrían planos y focos como en un discurso cinematográfico antiguo.
La aparición de estilizados criados de aire cenobita –¡pero como los de Hellraiser (Clive Barker, 1987), no los de San Pacomio!– y las criadas al fondo como espectros a punto de llevarse el alma enferma de la chica fueron dos de esos instantes que pusieron el vello tieso. Pero no son dos anécdotas puntuales; en realidad, todo Pélleas et Mélisande está plagado de imágenes para el recuerdo: las proyecciones de agua-luz sobre el suelo, la torre negra que emerge para que Mélisande extienda sus cabellos al tacto de su amado, la elegante muerte de éste a manos de los celos de Golaud mientras reclama desesperado la boca de ella, o la de la propia Mélisande en su lecho, que Wilson solventa haciendo que ella decida marchar por su propio pie, feliz por abandonar una vida que la hacía desde el principio tan desdichada.
Cada personaje está dibujado por un complejo perfil psicológico que Wilson capta con mínimos gestos que contienen universos enteros de interpretación. Así, aunque Pélleas y Mélisande pudieran ser los más relevantes por dar título a la obra, Golaud es quien se lleva la palma. María Bayo hace una encantadora y adolescente Mélisande que nace perdida y que sufre cuanto más se apegan los hombres a ella. Teme al cariño compasivo y suspira por otro tipo de amor, ése que la hace sonreír fantasmagóricamente cuando su esposo desea hacerle mal, estrechando los lazos que hacen del Eros y el Thanatos de la psique dos mellizos univitelinos. Jean-Sébastien Bou, en cambio, exhibía demasiada voz para un Pélleas que se nos presenta aún muy joven. El Arkel de John Tomlinson fue firme y desarmadamente lastimero cuando desnuda su tristeza por Mélisande, así como Hillary Summers –conocida por los seguidores de Michael Nyman por su recreación de las Six Celan Songs (MN Records, 2006)– aprovechó magníficamente sus dos breves intervenciones con voz muy grave: su lectura de la carta de Golaud en el primer acto transmitió una contenida preocupación que raras veces se consigue con tanto aplomo. A Olatz Saitua le tocó desempeñar el papel del niño Yniold, jugueteando con la caracterización de un Arlecchino de la comedia dell’arte. Su contrapunto cómico reafirmaba el aspecto tenebroso del soberbio Golaud de Laurent Naouri, un gigante torturado por los celos y el miedo a la soledad con la que su viudedad le había agriado el semblante y encanecido el cabello.
Las escenas en las que interroga a su hijito o le obliga a espiar la alcoba de su esposa son por ello de una sucinta crueldad. No hay allí atisbo de violencia física explícita, pero es tal la tensión que nos devuelve Wilson cuando interrumpe el tercer acto ahí mismo que durante la media hora de descanso el rostro aterrorizado del pequeño Yniold nos persigue todavía. El exceso paternalista de Golaud –que se empeña en apartar inútilmente con las manos todo atisbo de claridad que surge en su camino– será lo que cegará su corazón hasta verse empujado al crimen, vestido de sombra en cuevas y jardines, atravesando sedas que no consiguen tapar su vergüenza, haciéndonos dudar de su arrepentimiento cuando implora perdón junto a la moribunda Mélisande con la voz rota, a pelo, sin apoyo orquestal –como cuando ella y Pélleas admitieron quererse–. Remárquese el sentimiento herido de Golaud desde el primer momento en que se cruzó con la misteriosa Mélisande, quien le recibió repitiéndole ne me touchez pas, ne me touchez pas… Ay, eso duele más que cualquier infidelidad aletargada.
En el extremo opuesto, las escenas de amor fueron resueltas con una sensualidad muy del gusto debussysta, sobre todo cuando Pélleas besa los cabellos enredados de su amada, o cuando ésta se hace de agua bañada de luz celeste al saberse (ad)mirada por Pélleas. El concepto integrador de toda la obra fue, desde luego, el azul del cielo y del agua, que adquiere un sentido matérico en escena para vehicular el estado anímico de los personajes al tiempo que cada leve movimiento mediatiza los matices tímbricos de la partitura. De ese tema se encargó con agilidad la batuta de Michael Boder al frente de la Orquestra Simfònica del Liceu, aunque en ocasiones se perdieran algunas voces entre el envoltorio musical o acelerara innecesariamente los diálogos de la clásica escena de la torre.
El montaje, producido por la Opéra National de París y el Festival de Salzburgo, vino avalado por las encendidas críticas de su debut español en el Teatro Real de Madrid hace unos años. Por desgracia, la lírica sadomasoquista de Pélleas et Mélisande competía infructuosamente por la atención de muchos espectadores que, en cuanto terminó la función, iban preguntándose por el resultado del partido de Eurocopa que se desarrollaba paralelamente. El abajo firmante no pudo estar más de acuerdo con Mélisande cuando, insistiendo en su rechazo a la vida de los mortales, se levantó del lecho para irse con el orgullo de quien no tiene nada más que decir. Ah, c’est la vie, pero tan llena de penumbras que se nos hace complicado ya respirar. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno