Carmen Pardo
“La escucha oblicua: una invitación a John Cage”
Sexto Piso, 2014
Carmen Pardo, doctora en Filosofía y Estética Musical y gran conocedora de la obra de John Cage, nos ofrece en este sesudo ensayo una profunda revisión sobre las bases teóricas del pensamiento cageano. No en vano, hablar de su música es, inevitablemente, hablar también de su concepción filosófica y estética sobre la vida. Al respecto, cabe advertir que la música de Cage “no suena”, más bien “se piensa”.
Antes de entrar al trapo es conveniente exponer algunas de las principales influencias que adopta John Cage para su particular reflexión musical. El zen es, de entre todas, la más significativa por su defensa del aquí-y-ahora, sobre la inmediatez del presente fugaz. No obstante, tampoco deben olvidarse fuentes literarias como el teatro del absurdo de Antonin Artaud, la distorsión lingüística y semántica de James Joyce, el dadaísmo –al servirse de la música como un juego– y los ready made de Marcel Duchamp. Este frustrado discípulo de Arnold Schönberg rompió con la concepción de la música como lenguaje expresivo y comunicativo abogando en cambio por revalorizar el sonido, cualquiera que fuese, incluyendo el silencio en esa misma categoría. La idea no es nueva, pues antes que Cage ya se preocuparon de ello otros autores-compositores como Luigi Russolo, Pierre Schaeffer, Edgard Varèse, Henry Cowell o Charles Ives –quien por cierto fabricaría sus propios instrumentos basándose en los escritos de Hermann von Helmholtz–.
Contrario al modelo directivo y casi dictatorial que esgrimía Pierre Boulez, los planteamientos de Cage se acercaban más al proyecto ideal de desobediencia civil propuesto por Henry David Thoreau, sobre todo al adelantarse al auge de las redes sociales de internet –Cage murió en 1992– y al uso libre de la piratería informática. Amigo íntimo de Marshall McLuhan, Cage concebía también las tecnologías como una extensión del cuerpo humano, sirviendo los mass-media como catalizador de un flujo único de conciencia. Ahora bien, esta misma premisa se contradecía con la utopía cageana de la experiencia musical como fenómeno psicológico y estético de superación del forzoso reduccionismo al que obliga toda igualdad social. No obstante, Cage vaticinaba que, gracias a la democratización de las nuevas tecnologías, se acabaría debilitando el poder del Estado, advirtiendo además que el libre intercambio cultural por medio de dichas herramientas suprimiría la idea misma de propiedad privada para substituirla por la de posesión funcional temporal e inmaterial. Enfebrecido por su fuero tecnoanarquista, Cage olvidaba que el control comercial ejerce un mayor sobre los medios de difusión cultural que los propios gobiernos. Por otro lado, Cage era consciente de que el ser humano, sin una buena educación política, no puede hacer frente a ninguna revolución social por muy talentoso que sea con estas nuevas tecnologías, convirtiéndose finalmente en un lacayo obediente sin ideales personales y arrastrado por las modas del momento. Todo condicionante ideológico, pues, iba a ser entendido por Cage como un impedimento para desarrollar cualquier potencial individual.
Por tales razones, Cage se oponía con furia a la fosilización de los museos y las salas de concierto, donde se separa el arte de lo cotidiano realzándolo como si de algo extraordinario se tratara, fuera de lo común al hombre. Por eso se mantenía escéptico ante toda proposición de cambio social que no contemplara una mirada estética sobre nuestra propia relación con el mundo. Cage no distinguía entre arte y vida, hasta el punto de rechazar toda noción determinista del arte y optar en cambio por el término “experiencia” por su fluidez, indeterminación y atemporalidad. Dado que el objetivo último de Cage en materia de música es reencontrar el placer estético dondequiera que se está y sin necesidad de un objeto convencionalizado como arte, propondrá una invitación al divertimento perpetuo, poniendo su énfasis en el proceso creativo y no tanto en la obra como producto final. En definitiva, Cage subraya la importancia que tiene la subjetividad en su concepción del arte, liberándolo de las ataduras de todo juicio de valor prefijado, así como rompe con los prejuicios que imponen todos los condicionantes de la escucha y de la creación musicales, como bien demuestran sus experimentos “anti-sonoros” alrededor del silencio, el azar y la improvisación.
Sobre el primero, es ya muy célebre la partitura en blanco en la que, paradójicamente, se incorporan todos los sonidos del azar contenidos en un marco concreto durante un tiempo estipulado (4:33). También es conocida, aunque menos, la anécdota que Cage vivió en la Universidad de Harvard al encerrarse en una cámara eólica aislándose de todo sonido externo, con el sorprendente descubrimiento de apreciar únicamente dos sonidos en sí mismo: la gravedad de su propio ritmo cardíaco y otro más agudo correspondiente al fluido eléctrico de su sistema nervioso. Tales evidencias le reafirmaron la inexistencia real del propio silencio.
El azar no sólo intervendrá en gran parte de su obra compositiva –como en las piezas escritas para ser interpretadas con piano preparado con chinchetas, clavos y demás objetos metálicos desperdigados por la caja de resonancia del instrumento–, sino también en los happenings y performances que perpetrara junto a David Tudor y Merce Cunningham y que tanto influyeron sobre el grupo Fluxus y el movimiento Zaj en España –con LLorenç Barber y Fátima Miranda como las figuras más destacadas y activas en la actualidad–, así como en la concepción escenográfica de popes como Robert Wilson o Peter Sellars.
El lenguaje va a ser otro de los temas más representativos y explotados en la obra de Cage. Su verdadera intención era desproveerlo de significado y darle musicalidad, esto es, jugar con la sonoridad del significante sin fijarse en un significado cerrado, libre de las ataduras de cualquier tipo de condicionante tiránico. Como apunta la propia autora del ensayo, “las palabras son como cometas que pretenden moverse en el aire olvidando que en el otro extremo una mano sujeta la cuerda” (pág. 126).
Por ende, la escucha oblicua a la que alude el título repercute en una “percepción descentrada” y distraída, evitando cualquier pensamiento reflexivo sobre el sonido y su valor prefijado. Para Cage, como hemos dicho, incluso el silencio integra sonidos. Se trataría de aceptar con total permisividad cualquier circunstancia del arte y de la vida de manera activa, consciente y, por tanto, consecuente con uno/a mismo/a. La escucha musical no debe ser entendida como acto pasivo e indiferente, pues requiere de una disciplina. No obstante, se le puede suprimir toda suerte de valor estético predeterminado, dado que hasta el goteo de un grifo puede resultarnos armonioso (al menos tiene ritmo). Con esta idea, Cage pretende prescindir ingenuamente de toda posibilidad de intelectualismo forzoso. El oyente avezado a una escucha oblicua será más sensible a una cierta pureza de lo musical porque no busca sacar de la experiencia musical un conocimiento que le realce por encima de los demás. En todo caso, descubrirá algo de sí mismo que ni tan siquiera será transmisible ni verbalizable. El intelecto no será obstáculo sencillamente porque no interviene en la interpenetración de la música. Así, Cage distingue su concepción de una experiencia estética por no privilegiar al oyente sobre el propio fenómeno musical o dirigiendo ésta en su propio beneficio. No se trata de caer en el elitismo derivado del posicionamiento entre buena y mala música, popular o culta, bonita o fea, con respecto a otros oyentes, géneros o formas musicales. Cage prefiere que los oyentes “no sean habitantes, sino turistas” (pág. 135); o sea, no cuerpos estáticos y meramente reactivos frente al estímulo sonoro, sino espíritus que atraviesan por una experiencia.
En conclusión, Cage habla del arte como alteración del alma y, de paso, de la relación que ésta establece con el mundo. En consecuencia, las últimas páginas del libro apuntan una crítica contra la idea romántica de los valores universales del arte y del gusto estético, los cuales sitúan tanto Cage como Pardo no en la cosa artística de manera objetiva, sino en el sujeto mismo, que es quien otorga de significado al objeto real.
La escucha oblicua, magistral síntesis del credo cageano, incluye también dos prefacios que introducen al lector en otras facetas del músico-filósofo, como su afición por la micología y sus esporádicas visitas a Cadaqués –por cierto, evitando el contacto con Salvador Dalí, a quien detestaba profundamente–. El libro se complementa con una extensa bibliografía y una exhaustiva cronología de toda su obra musical. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno