Chicha Montenegro Gallery, de Carles Santos
CARLES SANTOS
Chicha Montenegro Gallery
Barcelona, Teatre LLiure
7 de octubre, 2010
El arte de Carles Santos se debe catalogar en la etiqueta de performance, lo que significa que no sólo puede juzgarse desde el plano de lo musical. Los libretos de sus óperas son un mero MacGuffin, una excusa para encadenar números musicales que, en escena, resultan en su mayoría un duro tour de force para los cantantes. En Chicha Montenegro Gallery, Santos les pende del techo y los columpia por los aires para hacerlos chocar contra planchas de hierro, ahogarlos con sangre y leche, y obligarles a vomitar. Todo sea por epatar al público, todo sea por descarnar al arte de su celofán, todo sea por supurar lo más pérfido de cada espectáculo musical. Ya lo dijo David Bowie: It’s ain’t rock-and-roll, it’s a genocide!
Reciente todavía su revisitación de Belmonte –que el coreógrafo Cesc Gelabert estrenara hace 22 años–, Santos regresa con una nueva obra que podríamos definir como “ópera industrial a capella”, dado que las voces se acompañan únicamente del repique del metal. Título que abrió el pasado Festival Temporada Alta de Girona, Chicha Montenegro combina teatro hablado (varios monólogos se intercalan a modo de entreactos), circo acrobático (los actores se pasan buena parte suspendidos por cuerdas elásticas) y surrealismo brossiano. La música casi parece quedar relegada a un segundo plano, pues no hay más hilo que unifique la propuesta que una atmósfera de fábrica y una piscina de aguas sucias en la que se enfangan los recuerdos. Diríase que es la nada abando-nada; es, quizá, el interior de un hombre que se siente solo.
Montse Amenós sustituye a Mariaelena Roqué en labores de dirección escenográfica y diseño de vestuario, siendo uno de los escasos cambios que ha sufrido la compañía de Carles Santos, que no es poco. De hecho, repiten los fieles Antoni Comas, Claudia Schneider, Ana Criado, Begoña Alberdi, Toni Marsol y Queralt Albinyana. Pero, sin desmerecer la puesta en escena, se echó en falta a la Roqué. Chicha Montenegro carece de aquel colorismo vitalista que caracteriza a la venezolana, quedando por descontado una violencia descarnada –primero física; luego psicológica, ejemplificada en las apelaciones a la memoria, a la nostalgia y a la tristeza– que identifican a su autor. El inicio ya apuntaba hacia fibras del dolor: entre visillos de humo espeso y sombras, tres pescadores dan caza a una sirena ensangrentada, de luengos cabellos rubios, que se debate retorciéndose en el suelo encerado mientras los otros la arrastran de un lado a otro como a una marioneta sin vida; la agonía es silente y muy tensa, rota tan sólo por el crujir de los huesos con cada golpe contra el terreno y el chirrido de las yemas de los dedos intentado asirse sin suerte a él. De fondo suena una contralto que canta entre melismas gregorianos a la vanidad. El público, por supuesto ajeno al remitente de tal mensaje, contemplaba extasiado el lento morir de la belleza.
A partir de ahí, y tras una introducción de los actores golpeando sus cuerpos contra las tablas metálicas, el resto de la obra navegó por referencias a la soledad: la masturbación, las últimas lágrimas, la mancha en las sábanas, los recuerdos de infancia, la leche cuajada y las botellas vacías en la nevera. Algunas de las imágenes plásticas que ofrece Chicha Montenegro son igualmente sensibles, desde las colas de los vestidos que penden del cielo mientras los cantantes se pasan la voz, hasta la actriz que sale parsimoniosamente de una caja de madera ataviada como una dominatrix con tacones y sierra mecánica. Pero en general, el impacto se pretende demasiado estirado, y al final prima más el número visual que la música que lo sostiene. No en vano, algunas de las escenas recordaban a otras obras pretéritas: el coro de bañistas tomando el sol hilaba filigranas bellísimas como las oídas en L’adéu de Lucrècia Borja (2001); los chorrazos de leche retrotraían a La pantera imperial (1997) –aun estremece pensar en Comas intentando cantar con la cabeza sumergida en una cisterna–; la idea de los cuerpos colgando fue abordada en Sama Samaruck Suck Suck (2002); los recitativos en sprechgesang parecían entresacados de La meua filla sóc jo (2005) y los monólogos de Brossalobrossotdebrossat (2008). Lo mejor de Santos es sin embargo su capacidad para autorreciclarse como el genio de Bach. Pero la elevada productividad y la presión institucional que comporta aceptar la infinidad de galardones que ha acarreado en los últimos años –Max, Premio de la Crítica, Ciutat de Barcelona, Creu de Sant Jordi, Nacional de Composición de la Generalitat de Catalunya, y un largo etcétera– pueden ser también una trampa.
En deuda eterna con su maestro Joan Brossa –a quien por cierto le llovieron los premios muy tarde–, Carles Santosshow, en juegos vocales como el trabalenguas con el nombre de la protagonista –por arte de birlibirloque, lo que acaba resaltando de Chicha Montenegro es un chichi negro– y las 42 maneras de matar a un cura que concluyen con una sarta de vomitonas sobre las que danza de nuevo la sirena recubierta con pieles de cordero. La provocación continuó con una divertida aria que los cantantes interpretaban haciendo gárgaras con la sangre de una bolsa de transfusión… con la consecuente fuga de los asistentes en las primeras filas por salpicamiento. Convendría haberlo advertido al entrar en la sala, en vez de agredir al público (aunque alguno se lo merezca), sobre todo por lo que respecta al telón de micrófonos –un guiño a Pendulum Music de Steve Reich, o bien un literal wall of sound más auténtico que los del hortera Phil Spector– cuyo acople simultáneo atentó contra los tímpanos durante varios minutos. Dolor, mucho dolor. No contento con castigarse a sí mismo y destruir los pianos en directo, Santos ha pasado a la siguiente fase de su de-construcción como artista: extender el castigo hacia las gradas.
Decía Glenn Gould que, para devolver a la música su valor perdido, había que acabar sistemáticamente con el público, después con el instrumento, y por fin con el propio artista. John Cage optó directamente por el silencio. Santos lo ha procurado constantemente a lo largo de toda su carrera –Transfer (2005), La pantera imperial (1997), El fervor de la perseverança (2006), He de ser castigat per no haver estimat mai ningú (2007), Carles Santos vs. Carles Santos (2010), entre los títulos de sus obras más torturadas–, y tal vez el ruido que ha de acallar la voz y el piano sea definitivamente la imagen sin contenido. Por suerte, aún el autor está lejos de caer en ello. www.carles-santos.com // // Iván Sánchez Moreno.