Bei Fang Kunqu Opera Troupe

yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Bei Fang Kunqu Opera TroupeBei Fang Kunqu Opera Troupe
Festival Asia

Barcelona, Mercat de les Flors
16 de septiembre de 2007

En plenas vísperas olímpicas, China sufre a espuertas vetos de juguetes y vendedores de top-manta, mientras aplica una política interior de renovación y modernismo que afecta sobre todo el plano urbanístico de Pekín y el lavado sistemático de su imagen turística. La moral, que siempre ha sido ambigua, por un lado plañe por el revivalfolclórico y por el otro aboga por la demolición de viejos teatros centenarios (como el Guanché y el Zhengyici, que se cae a cachos). Pese a ello, su arte se muere de pena. De ahí que, por unanimidad, la Unesco declarara en 2001 la ópera kunqu como una de las escasas obras maestras “oficiales” del patrimonio oral de la Humanidad. Promovida por la dinastía Song en el siglo XII –lo que equivale a quinientos años antes del supuesto origen de la ópera europea con la obra Orfeo de Monteverdi–, el nacimiento de este estilo musical se remonta sin embargo a mucho antes, barajando oración budista, cancionero de bardos y teatro de marionetas, incluso. De hecho, el kunqu sería considerado a mediados del siglo XVIII como la obra de arte total, al modo wagneriano (esto es, que uniera sobre el escenario una amalgama perfecta de poesía, danza, música, vestuario, drama y mimo en perpetuo equilibrio, pero con un pie puesto en la espectacularidad). Tanto es así que las familias más prósperas de China solían mantener compañías enteras que representaban en exclusiva para sus mecenas e invitados. En parte, esa postura acomodaticia es la que con el tiempo ha anquilosado al género en el tópico, sin avanzar más allá de los libretos cursilones poblados por personajes tan encantadores como ingenuos y con historias tan planas como el encefalograma de un paramecio. La aguja de jade –una de las más antiguas que se conocen– no se escapó del handicap en esta función. La cosa va de dos tortolitos que reprimen su amor hasta el dolor de huevos (puesto que ella hace votos para monja taoísta y él es un pobre estudiante gorrón), con mucho kistch, un uso portentoso de la voz (con tesituras de contralto y contratenor) y una banda de apenas siete instrumentistas (flauta travesera de caña de bambú, órgano de boca, tres tipos de laúdes distintos –sanxian, pipa y ruan–, cítara china y una efectiva sección percusiva compuesta por gongs, tambores, claquetas y demás) que iban remarcando los gestos y la rica expresividad de los actores. Desde luego, el trabajo de los protagonistas fue de aúpa, pues hasta el mínimo movimiento de manos y los juegos de miradas estaban calculados al dedillo. En cambio, daba la sensación de que la versión presentada parecía muy mermada por imperativos del gusto occidental, recortando drásticamente el texto y la duración (sólo se interpretó la mitad de la obra: dos horas sin apoyo decorativo y con un ritmo muy pautado). El resultado era a todas luces un simpático pero anodino sucedáneo descafeinado de lo que antaño pudo haber surgido de un culto sagrado. Convertido hoy en un casi extinto espectáculo para las masas (o sea, para guiris), es sospechosamente significativo que quedasen poco más de quince especialistas de kunqu tras las purgas de la Revolución Cultural china. Rescatarla de su agonía para mostrarla así, tan despojada de sacralidad, sería tan blasfemo como mezclar Hamlet con Mazinger Z, churros con arenques, Adiós a mi concubina con Ozores. A lo mejor puede pasar, pero no cuela. // Iván Sánchez Moreno