Por qué nos gusta la música

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Silvia Bencivelli

“Por qué nos gusta la música”   Roca Editorial 2011

 

Hacer sonar el didgeridoo un ratito cada día repercute positivamente en la salud –mejora la amplitud pulmonar y la transmisión de aire a través de la nariz en casos de apnea crónica durante el sueño–, aunque probablemente también afecte a la paciencia de los vecinos. Lo que la terapia tiene de friqui no va a ser menos sorprendente que otros de los muchos casos experimentales que describe y explica Silvia Bencivelli a lo largo de las páginas de este ensayo. Orientada a un público amplio y no versado en las lides científicas del estudio de la música, la autora va desgranando algunos de los temas clásicos que ocupan la atención de los sabios desde la Antigüedad: el origen (¿natural?) de la música, los fundamentos psicofisiológicos que la sostienen, los mecanismos neurológicos implicados en la experiencia estética de la música, los efectos psicosomáticos en el oyente, su implicación en el desarrollo del lenguaje, de los afectos, de la socialización, etc.

Aunque autores como el siempre polémico Steven Pinker afirman que, como la masturbación, la música no sirve evolutivamente para nada yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Por qué nos gusta la músicasalvo para darnos un placer propio, Bencivelli va más allá e incluso busca respuestas en el gusto estético de los animales. Así llegamos a acceder a experimentos muy marcianos que demuestran que, entre las preferencias de las vacas a la hora de producir más leche, se encuentran algunas canciones de REM, mientras que las de Pink Floyd están entre las favoritas de las gallinas ponedoras; que los perros odian a Metallica pero se serenan con Britney Spears; que a los chimpancés les mola el jazz y que a los tiburones les pone cachondos la música de Barry White… Entremedias, la autora nos expone las razones que llevaron a diseñar un muzak capaz de ahuyentar a los vándalos en el metro o en los alrededores de los supermercados, u otro que potencie la elección de platos caros en un restaurante de lujo –quizá para estar inconscientemente en sintonía con la música clásica, el lounge o la chanson que se oyera de fondo–. O relata el caso de un empresario londinense que, basándose en el modo cómo Beethoven sentía la música a través de la vibración de la madera cuando se quedó sordo, acondicionó un local para que la acústica se amplificara físicamente en el cuerpo de los asistentes, aunque no sonara a un elevado volumen.

Estos son algunos de los muchos ejemplos que pululan por las páginas de este ameno libro, que tiene también una parada obligada en los fenómenos de sinestesia musical, alucinaciones sonoras, propiedades analgésicas de la música y repentinos ataques epilépticos por efecto de determinadas músicas, entre otros trastornos de los que en su momento también dio buena cuenta Oliver Sacks en su canónica Musicofilia (2009, Anagrama) –como las peculiares afasias de Ravel o Shebalin, o el dudoso autismo de Glenn Gould, entre otros casos célebres–.

Contraria a las tesis deterministas que pretenden hallar causas congénitas o neurológicas en la música, la autora opta por plantear una lectura más bien “construida” de la sensibilidad estética. Una anécdota como la de la primera vez que actuó Ravi Shankar frente a un público occidental muestra a las claras la naturaleza artificiosa del oído musical: aplaudieron lo que hasta el momento no era más que una prueba de afinación del sitar. De hecho, no hace ni un siglo que nos hemos acostumbrado a nuevas formas de recepción estética de la música desde que se han integrado en la vida cotidiana las tecnologías de producción y reproducción electrónica de la música, hasta el punto de poder gozar de ella en solitario.

Y así, rompiendo también con la idea de que la frontera entre consonancia y disonancia sea algo universal, Bencivelli insiste en el carácter cultural de la verdadera naturaleza estética de la música. Por ello arroja la tesis de que el origen de las nanas pudo haber sido la necesidad de la madre para arrullar al bebé a distancia, sin tener que mecerlo entre los brazos. No en vano, la música puede entenderse en algunas culturas como uno de los principales medios –sino el primero– de socialización de los afectos (incluidos los sexuales durante el cortejo, en algunas especies animales), imponiéndose lo musical-emotivo por encima de lo racional-lingüístico en el eterno debate entre las posturas dionisíacas vs. apolíneas de la Antigüedad. En definitiva, un libro divertido que introducirá a mucha gente en las más recientes líneas de investigación sobre los fenómenos psicológicos de la música. | + info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno