Philip Glass | 13 Festival Mil·leni

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Philip Glass |
13 Festival Mil·leni
Palau de la Música, Barcelona. 27 de abril, 2012

Cuando en 1992 se estrenó Einstein On The Beach en el Liceu barcelonés, el público iba abandonando la sala a medida que avanzaban las horas. Los pocos valientes que se quedaron hasta el final recuerdan la gesta como una de las más gratificantes de la vida. Y lo cierto es que la música de Philip Glass no es un bocado para cualquier paladar.

No malinterpreten mis palabras como una presunción elitista, no. Pero cabe reconocer que acudir a un concierto de este compositor no se reduce a ver y oír, sino a sentir. Me explico: la música de Glass –y sobre todo en directo– embota los sentidos, y a un volumen apropiado la vibración de flautas, órganos y voces agudas puede provocar extrañas reacciones en el cuerpo. Principalmente afecta a las tripas y la musculatura, y acaba uno después de una sesión de Glass como si hubiera estado practicando gimnasia rítmica durante horas… pero sentado. Quien esto firma conoce personas a las que su música produce mareos, cefaleas e incluso náuseas, entre otras alteraciones psicosomáticas. Los efectos pueden ser muy dispares, pero se asemejan mucho a las que involuntariamente se manifestaban en pacientes proclives a la sugestión nerviosa durante las terapias mesméricas. Al respecto, a Philip Glass se le debería escuchar con prescripción médica, por si acaso.

Bromas aparte, Glass cumple 75 años, y para celebrarlo ha condensado un repertorio antológico que cubre casi un cuarto de siglo: el que va de 1971, fecha de Music in 12 parts, hasta finales de los ’90. Acompañado por su ensemble habitual –el mismo que cuenta con los fieles Michael Riesman, Kurt Munkacsi y Jon Gibson, oficiando el primero de director musical–, el de Baltimore apostó por la austeridad y la reducción de la plantilla a cuatro sintetizadores, tres vientos (flauta, clarinete y saxo) y una voz femenina. Como única ornamentación escénica, un foco azul y otro rojo que iluminaban alternativamente las musas de Eusebi Arnau al fondo, sin más preámbulo que una escueta cita al título de la siguiente pieza y su año de publicación. Punto.

De tan prolífica obra que prácticamente lo abarca todo (ópera, danza, teatro, cine, lieder, pop, música de cámara…), iba a ser complicado elegir un programa al gusto de todo el mundo. Pero Glass no se molestó mucho en la selección: el 80% se concentró en la época más brillante del autor –los ’80 del pasado siglo–, centrando la segunda parte del concierto casi exclusivamente a repasar varios de sus célebres Glassworks (1983, Sony/CBS). Decíamos antes que no se puede acceder desprevenidamente a Glass ni tampoco con la guardia baja, porque entonces se incurre en el peligro de perderse los matices, descubrir las mínimas variaciones y percatarse de cómo entran y se persiguen las innumerables fugas y contrafugas hipnóticas que se van dibujando a lo largo de estas piezas. La repesca de un tema de Koyaanisqatsi (1982, Godfrey Reggio) sería un buen ejemplo del tipo de construcciones por las que Glass siempre será recordado, siendo ésta una de sus más significativas obras: configurada sobre una serie de círculos concéntricos, encadenados y con giros inesperados, con ese aire retro que el uso de sintes inspira en el oyente y que, pese a todo, no envejece rápido. Más que un producto de su zeitgeist, la música de Glass se ha yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Philip Glass | 13 Festival Mil·leniconvertido en apenas unas décadas en un clásico imperecedero.

El otro gran momento de la noche lo bordó The Photographer: Act III (1983, CBS), al final del programa. Con un ritmo endiablado, Glass y los suyos fueron tejiendo escalas y más escalas, hasta lograr algunos epifánicos armónicos entre los distintos instrumentos. Siendo la más poliédrica de todo el repertorio, repleta de aristas y cambios abruptos, no consiguió sin embargo alcanzar el tan ansiado éxtasis que en otras circunstancias más solemnes podría condicionar con su música. Aquí se nos prestó deslucida, como un coitus interruptus que no termina de resolverse. Además, el saturado sonido no ayudó nada, así como la supresión de la percusión en muchas de las piezas. Que uno de los teclados supliera electrónicamente las campanas en alguna de ellas le restaba aún más brillo a estas esforzadas revisiones. Esa sensación se opacidad asomó también en las interpretaciones de Façades, pese a la ensoñadora introducción del clarinete, y en uno de los temas que Glass escribiera para la banda sonora de El show de Truman (1998, Peter Weir), una obra menor que ya mostraba en el autor signos de acomodo creativo, un viraje hacia lo melódico que, en contraste con las anteriores, se desproveía de la misma  importancia que los ritmos tuvieron antaño, y que se valía de la mera repetición de un leitmotiv que inicialmente presentaba el saxo para ser luego retomado por el piano solista.

La reconciliación con el genio iba a venir off the record, y más concretamente en el bis. Para la ocasión, Glass se había guardado en la manga el as de corazones, que no es otro que un extracto histérico de la citada Einstein On The Beach. Consistente en ir estirando, ralentizando y acelerando diversas líneas superpuestas de unidades musicales, la pieza se terminó de repente, con apagado de luces y todo, dejándonos a todos con la boca abierta (bueno, también porque muchos de los asistentes llevaban un rato roncando como batracios de charca). Claro que gran parte de la excelencia de ese instante fue debido a Riesman, quien toca con una velocidad de vértigo.

No obstante, aunque la música de Glass sea un verdadero orgasmo para sinestésicos, el concierto dejó un poquito frío. Contrariamente, esta vez nadie abandonó la sala. Pero apaciguado el fenómeno de la sorpresa, quizá fuera por el promedio de edad la falta de energía transmitida desde el escenario, o tal vez por cosa del esnobismo que pululaba por entre las butacas, el cual impelía ingenuamente a soltar los bravi cada dos por tres frente a lo que no pasaba del psé. O será que, para evitar algún que otro bostezo involuntario, se aplicara cada cual a aplaudir más fuerte que su vecino, a lo mejor con la sana intención de despertarle de su profunda siesta minimalista. | + info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno

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