Norma
Teatre-Auditori, Sant Cugat del Vallès
28 de febrero de 2014
La ópera ha sido a menudo un gran caldo de cultivo para la interpretación psicoanalítica. Norma, de Vincenzo Bellini, no iba a ser menos. Repleta de referencias a pesadillas y sueños premonitorios y ambientada en una idealizada Galia invadida por los romanos, la obra de Bellini centra su historia en la ira que el desquite de su amante produce en la protagonista. Historia que, por supuesto, acabará como el rosario de la aurora, como en toda ópera clásica que se precie.
Al respecto, el montaje que presenta la compañía de Amics de l’Òpera de Sabadell le saca brillo a muchos de los elementos que se incardinan en el inconsciente con mínimos recursos y ajustada imaginación. Lejos de los excesos escenográficos y decorativos de su anterior Nabucco, el planteamiento de Carles Ortiz apunta más bien hacia propuestas simbolistas más propias del Liceu. Esto no sólo se trasluce en el contraste entre los vestuarios de Norma y Adalgisa –rojo carmesí para la primera, que es toda pasión y fuego; un blanco virginal para la otra, tan casta y pura–, sino también por el imponente y omnipresente árbol sagrado plantado en mitad del escenario. Hecho con tablas de obra y malas hierbas –como reflejo de una sociedad a medio construir de la que brotan de forma natural algunas malas semillas–, el árbol adquiere al final de todo la silueta de un horno crematorio, que será también el medio para que Norma trascienda hacia los cielos convertida en humo. En el polo opuesto se situaría la frialdad del mármol para el templo, sutil expresión de la represión sexual a la que obligan a las mujeres el voto de castidad y su fidelidad al credo que mueve al pueblo, mientras se recorta detrás el majestuoso perfil del árbol castrante. También la iluminación de Nani Valls contribuyó sobremanera a dotar de significado a cada cuadro: desde las sombras que las ramas proyectaban sobre el fondo, hasta los ciclos del día que iban del ocaso a la noche y a un nuevo amanecer del pueblo druida.
Pero no hay que llevarse a engaño tomando por base el tema escogido, porque la música de Bellini es más festiva e italinizante que de aires célticos. La partitura queda lastrada a veces por la incursión de fanfarrias casi de can-can que tanto gustaban al público de la época. Sin embargo, la flauta –instrumento históricamente asociado a ritos paganos y dionisíacos– y el chelo adquieren en Norma una especial importancia siempre que suena el motivo de la Casta Diva. Mientras el primero secunda el lado místico-religioso de Norma, el segundo suple su dimensión sentimental, lastimero y clemente en la confesión de Adalgisa (Oh! Rimembranza!) o cuando está Norma a punto de cometer el infanticidio. Si bien el leitmotiv es un aria de paz, se trastoca en tristeza u odio contenidos cada vez que Bellini introduce de nuevo el tema, hasta el punto de ser el colchón sonoro en el instante en que Norma empuña la daga con que pretende acabar con su amante Pollione. A tenor de lo dicho, cabe aplaudir la labor en los matices que consiguió Daniel Gil de Tejada al frente de la Orquestra Simfònica del Vallès (aunque los cobres no estuvieran muy finos aquella noche).
El elenco dio buena cuenta de sus dotes actorales, confiriendo carácter a sus respectivos personajes. Por descontado, era necesario confiar el papel de Norma a alguien con una potente presencia en escena, y la elección de Eugènia Montenegro fue de lo más acertada. Su voz, muy rica expresivamente, se imponía sobre el coro cuando hacía falta, o alcanzaba cotas acústicas inquietantes en los momentos de floritura belcantista. Su Norma, una mujer severa, ferozmente dolida por el despecho de su amado, puede incluso pensar en matar a sus propias hijas como una Medea vengativa. Y Eugènia, con es dura mirada con que llena de silencio toda la sala, imprime de una fuerza contundente la psicologización de su complejo rol escénico.
Norma es, conviene decirlo, moralmente muy ambigua, pues ella cometió antes un grave perjurio que no obstante mantiene oculto con la complicidad de una doncella de confianza (Clotilde) y, aunque sea forzado por las circunstancias, también por su padre Oroveso. Ésta es grandísima su culpa: tiene dos hijas –lo que da a entender que, como poco, Norma es reincidente en su pecado– con un procónsul romano enemigo de la Galia, así que, por ende, es traidora a su patria y no sólo a sus votos sagrados. El modo en que Felice Romani, autor del libreto original, consume la redención de Norma es todo un corolario de neurosis. El arrepentimiento de Norma consiste, en el fondo, en perdonar a la joven Adalgisa de haber sido débil –como ella misma lo fue– ante los embaucadores encantos del romano seductor, haciéndose de tal modo perdonar a sí misma por esa falta similar. Pero al escoger su propia inmolación, la solución resulta claramente interesada para obtener a cambio la admiración del pueblo a través del martirio. Es a tal efecto muy significativa la manera como el pueblo acepta silente el acto narcisista de Norma cuando ésta se introduce en la pira sacrificial: nadie lo impide y todos miran hacia otro lado. Con su acto, Norma busca unir en la muerte con Pollione lo que la vida separó. Por el contrario, el “verdadero” perdón de Norma –como hubiera sido salvar al romano de la pena por la que se le acusa, y liberarle así de la muerte– habría significado dejar en Pollione una herida que supuraría para siempre. ¡Menudo angelito cándido, esta Norma! Fue toda una declaración de principios que se abriera el árbol sagrado en la última escena, mostrando así la propia desnudez de su alma –frágil ante la mirada ajena, pero fuerte por la voluntad con que ella acepta ser juzgada–. No en vano, será allí desde donde Norma hará sonar el gong de la guerra… Convendría haberle advertido que un individuo llamado Pollione, como su nombre augura, seguro que es muy dado al braguetazo.
En el ángulo contrario colocaríamos el estilo de Laura Vila, la mezzosoprano encargada de encarnar a Adalgisa. Supo captar el tono afectado de su personaje, logrando una perfecta sintonía en los dúos armónicos con la terrible Norma de Montenegro. La sensualidad que alcanzaban en ciertos momentos se ponía de manifiesto cuanta más clemencia imploraban sus versos. Raúl Iriarte, como Pollione, se dejó llevar a merced de los azares del eco, pero resolvió la papeleta con eficacia, aunque con cierto estatismo. Y por último hay que hablar de Iván García, el embravecido padre de Norma que canta victorioso y triunfal primero (Ite sul colle, o Druidi!), y enfurecido y babeando rabia después (Guerrieri! A voi venirne) como nunca antes estos ojos le habían visto. El profundo derroche de voz que emanó de su garganta al pronunciar duras palabras como “Sacrileco enemico” o “Lascia mi” al rechazar a su propia hija clavaron al público en su butaca con firmeza. Pero “el Negro” Iván puede voltearnos de inmediato el corazón, como probó en el emocionante final ante la demanda de perdón de la implorante Norma.
La audiencia, pese a todo, se mostró algo distraída durante la obra, premiando con aplausos de decoro y cierta asepsia. Aunque se prestaran casi al unísono a levantarse para honrar con un minuto de silencio el reciente deceso de Paco de Lucía, deducimos que fue más por cuestiones de etiqueta que por sentido afecto. La ópera, qué le vamos a hacer, también tiene estas cosas. +Info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno