Ministriles de Marsias
Ministriles de Marsias
“Invenciones de Glosas” NB Musika (2010)
En conmemoración del V Centenario del nacimiento de Antonio Cabezón (1510-1566) y por iniciativa del CSIC, se recuperaron las polémicas Invenciones de Glosas, uno de los escasos legados que nos ha dejado el tiempo –apenas “las migajas que caían de su mesa”, como se lee en la carpetilla interior–. Conocido sobre todo por las Obras para tecla, arpa y vihuela publicadas póstumamente por su hijo Hernando (y reeditado por Felip Pedrell a finales del siglo XIX), este burgalés universal, llamado “el Bach español” por su talento con el teclado y su alto sentido religioso, fue el organista personal de la corte española, durante los mandatos de Carlos V y Felipe II. Ciego de nacimiento, el músico, lejos de resignarse, sacó provecho de su don musical haciendo de su déficit una relectura cristiana: privado de vista corporal, fue en cambio dotado de una maravillosa vista del ánimo, tornando la discapacidad en ventaja para el desarrollo de unas aptitudes musicales extraordinarias.
Para el citado Pedrell, sin embargo, la ceguera de Cabezón pudo ser un handicap por no poder escribir sus propias partituras y abandonarse a los “abusos de la improvisación”. Para Cristóbal Halffter, por el contrario, es una bendición creativa en el caso de Cabezón, como lo fuera también para el maestro Rodrigo o la sordera para Beethoven. En todos estos ejemplos resulta evidente que la actitud mental del intérprete-compositor no es la misma si se puede materializar o no la música. De ahí que Cabezón engendrara un complejo sistema pedagógico de mnemotecnia instrumental, tal y como se manifiesta en las breves glosas compiladas en los dos cd’s de este trabajo, que compendian respectivamente motetes, canciones y tientos, por un lado, y panelinguas, fabordones y diferencias, por el otro.
Las glosas vienen a ser en música barroca lo que los covers en el rock: toman un texto como pretexto para elaborarlo desde el punto de vista del intérprete, y no desde la intención –a veces desconocida– del autor original. Las glosas eran versiones personales de los cánticos y poemarios de moda, y Cabezón no es ajeno a los gustos cortesanos por los hits del momento. Así, entre sus Invenciones incluye glosas a Susanne ung jour de Orlando di Lasso, Quaeramus cum pastoribus de Jean Mouton, Prenez pitié de Thomas Crecquillon, Inuiolata Iusquin de Josquin des Prez o el Pange Lingua eucarístico de Santo Tomás de Aquino, entre otros (aunque conservando los títulos corrompidos por aquella época).
Con la frescura que caracteriza su sonido y que ya es marca de la casa, los Ministriles de Marsias reproducen algunas glosas antiguas a la manera de Cabezón. Deudores de ese estilo de antaño, asilvestrado en la ejecución y nada complaciente ni idealista con el pasado, sus integrantes interpretan con el aparataje musical de la época. Los ministriles –bandas de músicos de diversa variante (generalmente de instrumentos de viento como cornetas, chirimías, sacabuches y bajoncillos, como se presentan en esta ocasión)– solían glosar a menudo en plazas y capillas públicas, acompañados por algún solista de la zona o combinados con instrumentos polifónicos como el órgano, el arpa o la vihuela. No obstante, aunque apreciados por la masa, no merecieron el respeto de la música culta, y durante siglos su recuerdo fue relegado a una mera nota a pie de página en muchos libros sobre historia de la música. La antipatía que despertaban los ministriles venía originada por aprovecharse de los éxitos ajenos para recrearlos a su antojo (y al de su público), a lo que se añade la mala prensa de las glosas que servían como burda parodia del texto original –de lo que buena cuenta podrían dar tantos y tantos literatos del Siglo de Oro–.
No era cualquiera quien tenía licencia para hacerlo. La licencia era un término estético (y no legislativo, como hoy) que daba derecho a crear allende del arte y no contra el arte, refiriéndose más al estilo que al contenido. En modo alguno se permitía glosar sin conocer la fuente original, evitando así la práctica viciosa con que el intérprete se alejaba hermenéuticamente del texto a honrar. De hecho, no hay más que echar un orejazo a la mayor parte de la música moderna para constatar lo poco que se obedece a esta básica premisa, donde todo resulta un refrito sin referentes pero que se vende con etiquetas siempre nuevas. No es en vano que los redactores del texto del disco citen a Miles Davis, Paco de Lucía, Ravi Shankar o el semiólogo Marshall McLuhan para ejemplificar hasta qué punto puede rastrearse la sombra de Cabezón en la historia de la música y su lenguaje estético. De paso, acercan la música antigua a los otros públicos, a veces tan reacios a bucear en los frutos del pasado y encontrar en ellos sus ecos actuales.
Por descontado, en las glosas no se permitían las libertades sin compromiso. Por eso, toda interpretación debía contar con dos márgenes claros: el de la objetividad (el comentario o la glosa sobre el Urtext) y el de la subjetividad (la ornamentación ejecutiva, que variaba según los gustos del momento). Mas la historia, ay, nos ha enseñado constantemente que es la censura política o penal la que ciñe riendas de lo segundo y encorseta hasta la asfixia lo primero, en vez de apelar al sentido común del artista. Al intérprete, a quien en tiempos de Cabezón no se le consentía dejarse llevar por el libre albedrío, se le exigía tan sólo traducir para conservar (o glosar sin filtros particulares), ser auténtico y fiel al texto, y respetar religiosamente una presunta originalidad genética. No es casual que proliferaran por entonces tantos tratados de música que, de tan reglados, se asemejaban más a manuales de cocina.
Por fortuna, siempre han surgido voces contestatarias que, como Cabezón, rechazaron la imposición dogmática del “buen gusto” cortés y abogaron por la libertad creativa, al precio de su propio ostracismo. Contrario a la mecanización del ejecutante, Cabezón demabanda prestar mayor atención a la ornamentación y al detalle, pues lo que hace atractiva la escucha musical no es la uniformidad del estilo, sino la diversidad. Como bien dice Quantz en el prefacio de su método de flauta de 1752: “Si fuese posible que todos los músicos tocasen o cantasen con igual energía y con el mismo gusto, se perdería, a falta de variedad, la mayor parte del placer de la música”.
Un ejemplo de licencia en una de las piezas del disco es la que glosa la parábola bíblica de Susana y los viejos, representada aquí por dos partes instrumentales en perpetua tensión, enfrentadas entre sí por el objeto de deseo que supone la joven. La lujuria de aquéllas, que se formaliza con apuntes agresivos, contrastan con la serena pureza de la línea musical que habla por boca de la protagonista. Sin duda, este comentario hecho música habría sido tildado de vicio en su momento, pero bien es verdad que dota de mayor significación al cuadro original. no hay que olvidar que la música es un trabajo de equipo que no termina con la obra editada, sino que trasciende más allá durante la experiencia de su escucha. No obstante, el mito de la originalidad ignora este aspecto, causa principal del menosprecio que durante siglos condenó a Cabezón al olvido.
Su máximo don era el de convertir la música instrumental en medio de pensamiento. Frente a la música vocal, la glosa –que etimológicamente es el hablar– venía a ser una transformación del género cantado a un artefacto nuevo, inspirado en aquél al que podía dotarse de total independencia con respecto al texto original. Los tientos, por ejemplo, imitan la voz en cuanto a prosodia y sintaxis, trabajando los tonos del instrumento para adaptarlo a los timbres de un diálogo humano. Así, el discurrir meditativo de los tientos respondía al mismo sentido que motiva el ricercare: la exploración de líneas melódicas y armónicas hasta dar con una voz acorde como la que el texto inspira. Hoy entenderíamos estos ejercicios por “calentamientos”, como los del tocaor que va templando su guitarra antes de salir al escenario. Estos virtuosos exhibicionismos improvisados no fueron sin embargo del todo bien recibidos en su día, pero se admitían en el caso de Cabezón por su dominio natural del órgano. A falta de control visual de sus ejecuciones, se le permitían al músico este tipo de licencias.
En los fabordones, en cambio, “se remedan las voces”, creando animadas conversaciones en las que uno le quita la palabra al otro. Son éstas unas glosas más dinámicas, que suelen jugar a enredarse, contradecirse o interrumpirse entre sí. Su estructura nada fácil obliga a una escucha atenta para aprehender el sentido que la glosa le quiere dar. Aquí, por ende, la ornamentación –o la gracia o el buen ayre, como la Gestalt en psicología– no alude a una simple cuestión embellecedora, sino a un intrincado mecanismo de configuración de lo perceptivo, tan fugaz e inefable como inmaterial al mismo tiempo.
Pedrell, que no era muy amigo del “orden que se ha de tener para subir y baxar en la tecla” –según dejó escrito Hernando de Cabezón–, se declaraba contrario a las técnicas de digitación y articulación en el órgano. Tal y como recoge el profuso libreto interior del disco, Pedrell opina sobre este tema lo siguiente: “Según yo entiendo, la cuestión no vale la pena de tratarse en serio: porque a la verdad, que un ejecutante recorra el teclado, subiendo o bajando con el primero, segundo o tercer dedo, y con la misma nariz, si esto puede ayudarle, con tal de que la ejecución resulte correcta, clara y agradable, me importa muy poco averiguar qué medios ha puesto en juego para obtener tal resultado”. Queda de manifiesto que, si aún viviera, el autor de estas declaraciones abominaría del free jazz y similares. Por otra parte, tampoco queda duda de que, si Cabezón fuera un músico contemporáneo, por sus inquietudes estéticas estaría más cerca de un Frank Zappa que de un autómata de conservatorio. | Iván Sánchez Moreno