MARÍA PAGÉS

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Gran Teatre del Liceu, 27 de marzo, 2022

De Scheherazade a Yo, Carmen es, como su título indica, una recreación de la propia obra de María Pagés (1963) que ésta realizara en el Liceu en el año 2014. En ella aúna flamenco, poesía y vanguardia haciendo bandera del orgullo de género. Exponemos a continuación una serie de impresiones que transmitió en el abajo firmante el mencionado espectáculo.
Medea es Scheherazade
En las últimas horas de la tarde, cuando despunta el ocaso, un quejío oscuro abre el telón de los sueños y baña de luz la espalda de una vieja y hermosa sabina de pelo blanco. Tan anciana como el amor (Ya Habibi, reza el canto mientras un plañidero chelo imita una barroca viola de gamba), extiende sus brazos como tentáculos que se mecen en el aire para abrazar los vientos.
Así daba inicio De Scheherazade a Yo, Carmen, en el que María Pagés aparece en escena como una sirena vestida de mar y varada en la arena. Luego será ola, la primera que al albor de los tiempos llegó una vez a una orilla: Soy fuego y luna / Vengo de un secreto viejo / Soy hija de la fortuna / La memoria de las dunas / conoce mi relato añejo. Se hace carne entonces la mujer primigenia, arquetípica. Fuera Scheherazade, la contadora de cuentos, o Eva, o María, o la Carmen de Mérimée, pero también fuese Safo o Atenea divina. Todas ellas mujeres liberadas y precisamente por ello castigadas: por romper con el destino anónimo de la mujer sumisa que sufre en silencio.
Pero la Scheherazade de María Pagés se apropia más bien de la semblanza medeica. Así lo apuntan los versos que El Arbi El Harti compusiera para la obra: Soy una mujer (…) / la loma de la guadaña. Es esta Medea una vieja sabina aguerrida que, bastón en mano, marca el compás de sus pupilas como si la vida entera debiera. Como un ama feroz, Medea proyecta en sus fieles devotas un bautizo de fuego. Su taconeo contiene la fuerza de todas las mujeres sin nombre que en la historia movieron el mundo, sacudiéndolo desde los pies al cielo. La Scheherazade de Pagés, trasunta de Medea, junto a las estrellas que en el firmamento dejaron su impronta, ejemplificaron las heridas del corazón encarnado del que adolece toda madre, esposa, hija y mujer
Luego de prestarse a un pas de deux entre dos fases de la luna, Scheherazade se hizo Carmen. Se desnuda la capa celeste, se baña entre nieblas y rayos de luna y se rejuvenece mientras los músicos se estrechan a su alrededor para hacer del cerco un atávico tablao flamenco. Comenzaba así la segunda parte del espectáculo, centrado ya en los números de Yo, Carmen. Y ahora sí: la Scheherazade demiúrgica que con su palabra creaba mundos, la Medea que con su rabia consumía el dolor, bailaba orgullosa por soleá. Nadie piensa en mi tierra / ni en sus infinitos caminos / que abren sus puertas / a los tristes beduinos. La soledad de Scheherazade / Medea / Carmen es la solitud de tantas mujeres con un poder infinito que nadie vio. La más fértil de todas las tierras es la mujer que no tuvo nombre hasta que un nombre la hizo de tierra, de mar, de estrella y de luna.
Las estrellas de Medea
Once fueron los cuadros escénicos que dividían esta simbólica travesía onírica en la que cada uno subrayaba el protagonismo musical de un instrumento, ya fuera como solista o como voz principal del conjunto. En total, dos cantaoras (una para encarnar a Carmen; otra Scheherazade), chelo y violín para dar color al sentimiento, dos guitarras flamencas para el sensualismo (caricia, cuna, abrazo) y un percusionista fundamental para secundar el taconeo y el ritmo frenético de algunos números.
Once también las bailaoras que salieron a escena de repente, como llegan las penas, emergiendo de la platea en un escenario que tan sólo un haz de luz cubría de espaldas la vieja luna. Si Scheherazade parió mil y un relatos, era de recibo que once fuera el múltiplo escogido para concentrar la estructura del evento.
Once fueron por tanto las bailaoras en escena, contando a la propia María Pagés. Siendo ésta luna, las otras serían estrellas que a su son bailaran. Vestían colores de hierba, tierra, barro, lilas, musgo y trigo, pero se fundían a veces en un solo cuerpo que pareciera respirar en un solo abrazo. También se hicieron de agua para imitar la primera ola de mar como si fueran burbujas de espuma que perecen en la orilla de una playa imaginaria. Y gaviotas, también fueron gaviotas que planeaban y caían en picado sobre los moribundos a la deriva que quizá no alcanzasen nunca la costa de su propia vida.
Estas emisarias de la Medea feroz eran las fieles sacerdotisas de sus designios. Tal vez parcas gitanas que invocaban deidades paganas con el pulso telúrico del zapateado. Asumían así gestos primitivos, movimientos animalísticos, expresiones vivas que la razón no entiende. Cuando se veían atrapadas por un halo que invisiblemente las aprisionara, se liberaban bailando como derviches, aspas de molino, tornado de siroco bermellón, removiendo el aire para impedir que las riendas del hombre domesticaran a su bestia interior.
Las estrellas de la luna eran vestales de piedra y cal envueltas en un sudario sin rostro, esperando el momento de descubrirse y desvelar el nuestro propio. En lo más oscuro de la negra noche y vestidas de pliegues de sombra sobre cuerpos sin edad, despertaron de golpe rompiendo una placenta de paños al ritmo fúnebre de un martinete. Se dirigieron hasta nuestro presente con pasos quietos y un niño mecido en los brazos y empezaron a sacudir huesos, pecho y espalda convulsionando el cuerpo como si fuera éste un sonajero espectral. Acaso sus brazos moviéndose al compás de una saeta no fueran sino un reloj que cuenta las horas a la inversa desde el día que nacemos.
Y así, con los brazos extendidos, las estrellas bailaoras conformaron también un Árbol de la Vida con cuyas ramas se escribiera la historia eterna y calladamente. Con los libros, cada cual mantuvo una idiosincrática relación: hubo quien son sus páginas sajara las venas, quien lo hizo abanico, o espejo de luna, sístole y diástole del corazón, quien de la luz que emergía del suyo hiciera agua pura con que lavarse el alma.
En el último cuadro conjunto, un coro céltico a ritmo de rumba convirtió al abanico en dueño del tiempo. El gesto que lo mueve recortaba el aire con la intensidad con que los rayos del sol se abren al mundo o como la cola de un pavo real abre los mil ojos de Dios multiplicándose hasta el infinito. Pero el abanico también sirvió de escudo de la mirada, como las persianas protegen y resguardan en casa los corazones que quisieran y no pueden aprender a amar. Y siempre en lo alto, testigo de todo, la insomne luna. Llena, menguante, creciente, nueva u oculta luna.
La luna por su luz eclipsada
Bendecida recientemente con el Premio Princesa de Asturias, esta catalana de adopción que es María Pagés, nacida en Sevilla y curtida profesionalmente en Madrid se ha ganado con creces otros méritos de relumbrón como el Nacional de Danza (2002) o la Medalla de Oro de Bellas Artes (2014), galardones más que suficientes para que se le abran las puertas de una institución como el Liceu de par en par. Para no defraudar a la audiencia habitual de este marco, De Scheherazade a Yo, Carmen había de ajustarse al corsé de lo formal y la pulcritud técnica, solazándose con algún momento para épater les bourgeois. Sin posibilidad a la mácula, sin miedo al error y sin dejar espacio al riesgo, el preciosismo restó lugar a la naturaleza libre y salvaje a la que supuestamente se estaba aclamando.
Nada que objetar, pues. Los músicos fueron excepcionales y las bailaoras lo dieron todo, aunque cabe añadir que su estatismo en escena durante la segunda mitad –la correspondiente al lucimiento casi exclusivo de María Pagés (Yo, Carmen)– hizo mella en el ritmo e interés del conjunto. El flamenco tuvo una notable representación en un nutrido escaparate de palos –tangos, zorongos, tarantos, rondeñas y tonás–. Para la puesta en escena fue crucial un minimalista pero elegante aprovechamiento de los focos y el diseño de vestuario, tan importantes ambos elementos para dotar de sentido a cada uno de los once cuadros escénicos cuya constante fue la presencia sutil o explícita del satélite lunar, con toda la carga simbólica que se merece.
En efecto, la luna presidió este luengo aquelarre a lo largo de una noche simbólica de hora y media, tan sólo arropada con un juego de luces que la fue desnudando progresivamente o bien la eclipsó: No tengo patria ni memoria (…). Soy un desierto sin gloria, llora esta luna silente hasta que la escena se torna rosada y ocre, colores de muerte para la luna cuando emerge lento el sol en el horizonte como un abierto abanico. Si la luna es mujer, el sol es hombre. Pero el sol no llora, no ama, no sueña. Muertos los sueños, se los lleva consigo la luna. La triste soleá del chelo se confundirá entonces con los suspiros de las estrellas que se dispersan por el cielo mientras restallan los primeros pájaros al alba. Regresará el canto primigenio (Ya Habibi) haciendo la luz del día de la carne su propia sombra, y se cerrará así el telón hasta el fin de los tiempos. + info | Fotografías: David Ruano

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Iván Sánchez-Moreno y Núria Querol

+ info: https://www.liceubarcelona.cat/es/temporada-2021-2022/danza/de-scheherazade