Gustav Mahler – La Resurrección
Gustav Mahler – La Resurrección
L’Auditori, Barcelona. 14 de marzo, 2014
Con la 2ª Sinfonía de Gustav Mahler (1860-1911), llamada “La Resurrección”, pasa lo mismo que con los Oscars de interpretación: se premia al personaje más que al actor o a la actriz. En el caso que nos ocupa, se aplaude más a la obra que a la ejecución. Mahler es, pues, un valor seguro para cualquier orquesta sinfónica.
Bien lo sabe la OBC –Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya–, que la suele programar casi cada año. Y cabe reconocer la valentía de su director titular, porque juntar más de doscientos músicos en el escenario –además de los de la nutrida orquesta deben sumarse también las voces del Cor Madrigal, el Cor Lieder Camera y el Cor de Cambra del Palau de la Música– no es tarea fácil. Más aún si tenemos en cuenta la complejísima y abigarrada armonización de la obra y sus constantes subidotes climáticos que preparan al oyente para el éxtasis final durante la hora y cuarto ininterrumpida que dura la sinfonía en cuestión.
Estructurada en cinco partes, la primera de ellas (Totenfeier) retoma la idea del héroe protagonista en la 1ª Sinfonía (el “Titán”) de Mahler, que el autor traduce aquí en varios leitmotiv que se irán encadenando a lo largo de los casi treinta minutos que dura dicha obertura. Tempestuosa como la propia personalidad del compositor, esta serie de marchas fúnebres va desarrollándose entre diversos matices expresivos que van desde el duelo por el fallecido héroe (tristeza, negación, resignación) hasta la aceptación e incluso cierto sentimiento esperanzador que abre sutiles silencios reflexivos que el director, Pablo González, supo remarcar con buen tino y entendimiento. Así, entre los márgenes de la melancolía y la más atronadora tempestad musical se desenvolvía este primer movimiento de gran volumen, rozando siempre la épica que desbordará significativamente al final. La batuta de González subrayó muy bien los típicos apuntes mahlerianos del arpa, el oscuro trémolo de chelos y contrabajos, el tono lánguido y plañidero del oboe y el brillo de los vientos, aunque se le fue un poco la mano con el tremendismo exagerado de las percusiones, sobre todo en el arranque inicial. No obstante, estos matices adquirieron un aspecto revelador en los característicos efectos con que Mahler emula a los pajarillos y otros elementos de la naturaleza que acostumbraban a acompañar al músico en sus recurrentes paseos por el campo en busca de inspiración.
Después de tan árido principio vendrán dos breves movimientos que contrastan irónicamente con el primero. El andante moderado que propone Mahler para lo que parece ser una danza cortesana que irá adoptando aires de vals parece denotar el aparente y frívolo olvido con el que el pueblo ha sepultado el recuerdo del fenecido héroe. Mahler se burlará asimismo de esa involuntaria marginación recuperando para la ocasión un particular lied de su Knaben Wunderhorn, el cual caricaturizaba al ingenuo San Antonio predicando a los peces. Al intuirse en su melodía una ligera reminiscencia hebraica, Mahler estaría reflejando en el santo una imagen de sí mismo. Sobre todo cuando describe a través de esta canción sin letra la feliz oración que los animales parecen responder burlonamente con un amplio y dinámico abanico cromático de trinos. Escudándose tras la metáfora de San Antonio, el alter ego de Mahler se desvivirá por difundir solitariamente su evangelio con apasionada cabezonería, aun a pesar de la sorna popular. Convencido de su misión para ganarse la gloria al final del calvario, San Antonio / Mahler terminaría por imponer su credo por encima de críticos y académicos de conservatorio.
Después de este pequeño lapso jocoso, irrumpirá un inesperado silencio que servirá de cuna al canto de la mezzo (Gerhild Romberger). Es el turno del cuarto movimiento –Urlicht–, en el que cobra protagonismo la voz de un ángel guardián a las puertas del cielo que increpa al héroe difunto (o a su alma) por si merece el paso entre los elegidos. La súplica del héroe no será más que una breve bisagra para entrar a saco en el Finale, la propia “Resurrección” a la que alude el título de la sinfonía (Auferstehung).
El último movimiento recupera uno de los temas fúnebres con que se abría la sinfonía con el objeto de seguir al héroe en su camino hacia el soñado Paraíso. Unas lejanas trompas, desde el exterior de la sala, anunciarán el Apocalipsis bíblico que enmarca el Juicio de las almas, contestadas por el héroe con orgullo y altivez desde las cuerdas de la orquesta, tan seguro de sí mismo así como del bien de todas sus obras en vida. A partir de ahí se iniciará un tenso diálogo que la atronadora percusión irá marcando de tanto en tanto, mientras el héroe se esforzará por anteponer su discurso frente al caos orquestal.
El segundo aviso de las trompas en lontananza introducirá de nuevo la voz de la mezzo, quien cerrará su credo estirando melismáticamente un verso desgarrador de Friedrich Gottlieb Klopstock: “Nosotros, los muertos”. Los secundará a continuación el llanto de la soprano (Camilla Tilling) representando el dolor por la incertidumbre sobre la tan ansiada paz eterna tras el calvario de la vida. Apaciguará con su canto la ansiedad del héroe, prometiéndole que su recuerdo jamás se perderá entre los que le sobrevivieron. A pesar del bello cometido de una y otra mujer, apenas la segunda pudo imponerse sobre la primera; aunque perdió en fuerza, no por ello en la transmisión de sentimiento.
Los postreros minutos de “La Resurrección” mahleriana fueron exclusivamente para el lucimiento coral, enrolados aquí para subrayar que, en efecto, la gloria se alcanzará merecidamente (“¡Prepárate para vivir!”), uniéndose las dos voces solistas para garantizar la victoria del héroe sobre la muerte: éste habría logrado su inmortalidad a través de la obra que habría legado entre los suyos. Huelga decir que, en Mahler, su testamento no es sino su música. El majestuoso volumen de toda la masa coral en pie acabó por ahogar algunos detalles orquestales como las campanas que cerraron la obra. Pero la llama ya había prendido igual, y antes de que el suspiro devolviera al corazón a un ritmo pausado, los más exaltados entre las gradas rompieron las manos en un entregado aplauso de un cuarto de hora.
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