Ferruccio Busoni
Ferruccio Busoni
“Esbozo de una nueva estética de la música”
Editorial Doble J, 2009
Según el célebre pianista Glenn Gould, la estética musical del siglo XX empieza verdaderamente en Ferruccio Busoni (1866-1924). Hoy semiolvidado, este compositor y musicólogo influyó notoriamente en las nuevas formas musicales que revolucionaron los inicios del siglo pasado: Arnold Schoenberg, Edgar Varese, Béla Bartók y en parte también el primer Igor Stravinsky son algunos de sus deudores, aunque el primero sería el más cercano al proceder de las doctrinas teóricas del autor. De hecho, el propio Schoenberg conservaba un ejemplar de este Esbozo de una nueva estética de la música profusamente anotado y que se ha tomado como referente para esta nueva edición. Se trata de la primera traducción española, lo cual tiene su enjundia, pues el original data de ¡1907!
¿Qué ha pasado todo este tiempo?, ¿qué razones llevaron a ahogar a Busoni entre visos de olvido? Pues se nos ocurren un buen puñado, pero la primera es el tan temido conservadurismo de Conservatorio –¿adivinan por qué ese nombre para las academias de la música culta?–. Un revolucionario, en la época de Busoni, podía incitar a la anarquía (hoy a la aparición estelar en varios programas de TV y adiós). Y a tenor de lo conseguido por su más aventajado alumno, el citado Schoenberg, ¡vaya si fue demoledora la sombra del maestro! Aunque, ateniéndose al principio alemán del “Destruir para construir” –Einsturzende Neubauten, como el grupo de Blixa Bargeld–, habían de entenderse los cimientos de la tradición para romper con ella y liberar a la música de sus ataduras. Por eso, sin dejar de ser idealista (y algo cauto), Busoni tan sólo se limita en su libelo a dar argumentos para urdir la necesidad de cambios no sólo en la manera de componer, sino también de interpretar y, lo que es más importante para los melómanos, escuchar la nueva música. En ese aspecto, Busoni fue un sabio adelantado. Concebía tan íntimamente ligada a la experiencia musical la tecnología misma de producción (y reproducción) de la música como la actitud y la función social de la música para dotarla de significado.
Que la tan esperadísima edición española –que ha visto la luz más de cien años después: háganselo mirar, señores catedráticos– coincida con la reciente traducción del polémico ensayo Necesidad y belleza de la violencia, de F. T. Marinetti –padre del ruidismo, que es casi como decir el bisabuelo (en el plano teórico-estético) de los Sonic Youth– no es sin embargo producto de la casualidad. Detrás de ambas iniciativas está la labor de la editorial sevillana Doble J por recuperar incunables (o, dicho más claramente, marginados del sistema académico) de la literatura ensayística. En el caso que nos ocupa, el libro de Busoni incluye no sólo las notas críticas de Schoenberg, sino también un prólogo de José María García Laborda, un epílogo de H. H. Stuckenschmidt y un pequeño artículo que el musicólogo español Adolfo Salazar –autor asimismo de esas dos joyitas que son La música, como proceso histórico de su invención (Fondo de Cultura Económica, 1978) y Música y sociedad en el siglo XX: Ensayo de crítica y de estética desde el punto de vista de su función social (Doble J, 2008)– publicó con motivo de la muerte del compositor.
Para que se hagan a la idea de la relevancia que un pensador como Busoni tiene para la actualidad, basta con su defensa de los covers como genuina creación. Para Busoni, cada ejecución –por mimética que sea con respecto a lo que indica la partitura– es ya una recreación misma de la obra ideal. Entiéndase aquí la obra musical tal y como la define Umberto Eco: sin límites claros entre realidades (temporales, espaciales, sígnicos, etc.); no como objeto cerrado, sino como co-construcción siempre abierta entre autor, intérprete y oyente, estableciendo así una tríada en la que la experiencia musical –y no el objeto en sí– variaría su significación según los mediadores implicados en ella. Esclava inevitable de sus circunstancias –y no sólo del zeitgeist “a la moda”, sea por estilo interpretativo como por ritualidad asociada al género–, la música viene definida por el gusto y la sensibilidad (y por tanto de la subjetividad de cada cual) igual que pasa a la viceversa. La forma misma de la música es ya parte de ese “estilo” consensuado entre lo que en ese momento se acepta de manera natural y los criterios desarrollados (tanto cognitiva como sensitivamente, por ejemplo) por el oyente/intérprete/autor.
Contrario a la tiranía del público en directo –“del todo predispuesto criminalmente”, según sus propias palabras–, Busoni apostaba en cambio por la composición neutral que permitiera hacer desaparecer cualquier condicionamiento del intérprete intermediario gracias a nuevas tecnologías de re-producción. En el fondo, su deseo por anular toda capa interpuesta entre la obra y el experimentador-oyente era también una búsqueda por asumir un ideal instransferible e incomunicable de la música como algo absoluto. No en vano, Busoni elogiaría aparatos de relieve efímero como el “dinamófono” diseñado por Thadeus Cahill, un precursor del órgano electrónico con un sonido similar al futuro Moog, que tanto alegró a Glenn Gould por su capacidad para “depurar” los handicaps de cada músico y conseguir que toda obra sonara siempre igual, sin sutilezas ni amaneramientos propios salvo los del propio instrumento. Sin preverlo, Busoni estaba reivindicando la total libertad del oyente convertido en usuario y demiurgo creador de su propia música, según un gusto personalizado y un sonido “a la carta”. Hoy en día, la utopía hecha realidad de Busoni quedaría sintetizada en cualquier programa de edición digital o, como prefería proponer Gould a modo de ejemplo, el mero dial del ecualizador de volumen y balance de un equipo estereofónico. Si bien la instrumentalización de la música (pensando en los instrumentos de ejecución y producción) puede suponer un corsé formalizador y condicionador para la música, para Busoni desempeñaría paradójicamente una doble moral que incluye además (pensando en los de difusión y re-producción) la posibilidad de transmitir con mayor fidelidad una experiencia musical fijada, en beneficio de una “nueva civilización” según expresión del crítico Hans-Heinz Stuckenschmidt. La pretensión de Busoni, hace más de 100 años, pasa no sólo por los medios de comunicación que Marshall McLuhan adoptará para su ideal humanista de “aldea global” o los proyectos teológicos de Teilhard de Chardin, sino que plantaba la semilla teórica en el campo de la música de los fenómenos de intercambio musical en internet. De estar vivo aún, a Busoni lo empapelarían por fomentar unas ideas que hoy se leerían como subversivas y políticamente incómodas –léase entre líneas las siglas de la SGAE–. Tal vez ésa sea la verdadera causa del interesado silencio que nos ha escamoteado a Busoni durante tanto tiempo…// Iván Sánchez Moreno