Carles Santos & BCN216

yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Carles Santos & BCN216 Carles Santos & BCN216
Teatre LLiure, Barcelona
22 de mayo de 2009

La pesadilla de cualquier afinador, este asesino de pianos que es Carles Santos ha vuelto a sorprender y prender la llama de quien le escucha. Fiel a su particular estilo, el de Vinaròs presentó fugazmente –cuatro actuaciones y adiós– Piturrino fa de músic, un encargo especial del Teatre Lliure para su ciclo Radicals. Concebido como un collage sonoro intercalado entre varios temas que sirven de puente, el Premio Nacional de Música del pasado 2008 ha aunado fuerzas con el Grup Instrumental BCN216 bajo la dirección de Xavier Piquer. Prolífico y barroco, Santos crece y se crece con la edad (en apenas medio año ha estrenado ya tres obras: un emotivo homenaje a su amigo y mentor Joan Brossa, una pagana procesión de Semana Santa por la Rambla de Barcelona, y esta serie de conciertos que nos ocupa). Sin embargo en todo este tiempo no ha rebajado ni un ápice su tensa relación con el piano. Sobre su instrumento Santos ha visto hacer de todo: danzar una moto de trial (Ebrofalia copulativa), fornicar una pareja en público (pecatamonicatismarmolla tua tua), incendiarse en una gran falla (Els pianos d´en Guino) o crucificarse a sí mismo (Visca el piano!). Pero Santos no toca el piano, sino que lo castiga literalmente y, de paso, se inmola en el intento –juzguen sino títulos como He de ser castigat per no haver estimat mai ningú (2007), El fervor de la perseverança (2006) o L´esplèndida vergonya del fet mal fet (1995)–. No obstante, para la ocasión el piano quedó engañosamente relegado a un papel rítmico, estableciendo diálogos con los solistas. No en vano, la estructura misma de la docena de músicos repartidos en escena –y de los que cabe destacar los nombres de Oriol Algueró, Núria Andorrà y Almudena Martínez, sin desmerecer tampoco al resto– ya apuntaba las formas que adquiriría el programa. Sentado frente a un piano de cola con las tripas al aire, Santos separaba así los bloques de cuerdas y vientos, con un biombo detrás tras el que se parapetaba la cacharrería percusiva. Por supuesto ésta adoptaría un protagonismo esencial, junto a sonoridades poco habituales a dúo con el piano como las de la tuba, la viola, las marimbas y las campanas tubulares. Dotados de una amplificación colosal (por telúrica), los músicos engranaron durante una hora entera un repertorio de chaconas, pasodobles, marchas, fanfarrias y demás orgasmos del autor, quien parecía rendir cuentas con el Bolero de Ravel, las fugas y contrafugas de San Bach, los arreglos balcánicos de Bartók, el sensibilísimo minimalismo tintibular de Arvo Pärt, etc., hasta reciclar incluso su propia obra, colando elementos de su ópera Asdrúbila (1992), el número de la bola de billar en Transfer (2005), su contribución íntegra a la revista Cave Canis  Un dit és un dit (1999) y la repesca de Marit reflexionant al despatx, de la pretérita Perturbación inesperada (Linterna Música, 1986). Santos sigue apostando con ventaja por la imprevisibilidad y la sorpresa: así, cuando el oyente cree alcanzar el patrón de lo que suena, rompe con ello súbitamente como haría John Cage, otro de sus referentes. De ahí la árdua tarea del director por dar orden al caos de una partitura histérica y violenta, ametrallada con una frenética velocidad, un virtuosismo encabritado, la repetición obsesiva y una pasión rayana en dolor casi físico. Aparte de las secuencias silábicas marca de la casa, la desatada percusión y los gritos anárquicos que se vocean unos a otros, la máxima locura llega en su clímax final, cuando irrumpen ruidos de silbatos, disparos al aire, sierras mecánicas, peluches autómatas, rotas vitrinas y un molinillo de café. No hay palabras que describan las emociones que despierta un Santos, su música es más que una experiencia sonora: se clava en la espina dorsal como un estoque taurino. Afilado y profundo. // Iván Sánchez Moreno