Calle Amazonas
Después de tantos años, de todo lo hablado y de, más que intuir, saber su valía literaria, hoy me alegra de verdad presentar esta Calle Amazonas de Bernardo Gutiérrez, un viaje que, como el subtítulo indica, va de Manaos a Belém por el Brasil olvidado.
En las primeras páginas Bernardo señala que estrenó sus lecturas amazónicas con 13 años. Y cómo, desde entonces, siguió enganchado hasta el punto de emigrar durante cinco años a Brasil. Es casi lógico que su mirada sobre ese río mítico logre alzarse por encima de tópicos y leyendas, proponiendo lo que cualquier gran libro de viajes debe proponer: una mirada propia que se apoya en los tópicos, como mucho, para contrastarlos con la experiencia personal. Varias veces insiste Bernardo en rechazar los clichés sobre la Amazonía y, sobre todo, apartarse de esa mirada romántica tan vinculada a un mundo anterior y que bien poco tiene que ver con la nueva vida urbana en la jungla. Un dato: la mayoría de la población “selvática” vive en ciudades.
A partir de ahí se va a Manaos, ejemplo de ciudad de vanguardia que en 1907 superaba en prosperidad a metrópolis como, atención, Boston o Nueva York. Por supuesto que los indígenas forman una parte decisiva del lugar. Por supuesto que el impacto del Teatro de la Ópera remite a Fitzcarraldo [la película dirigida en 1982 por Werner Herzog y protagonizada por Klaus Kinski que narra la historia real del obseso patrono del citado teatro]. Y por supuesto que hay tópicos o imágenes recurrentes que no pueden ni deben evitarse. Pero Bernardo también señala detalles mucho menos sabidos como que Roger Waters, antiguo componente de Pink Floyd, se ganó el corazón de los locales gracias al concierto que dio allí. Una anécdota, no obstante, antes de abocarse a una exploración casi detectivesca, de auténtico gran periodista, que le aproximó a algunas de esas industrias emperradas en vender su lado más verde, ocultando el principal, de un gris casi negro. Para que esas industrias continúen creciendo, los indígenas han sido humillados, incluso ultimados. Su presencia incomoda y se intenta borrar su autoridad ancestral sobre las tierras que cada vez les pertenecen menos. Por eso, la ultraderecha latina empieza a instalarse en la Amazonía.
Denunciar la deshistoria y todo lo que ella comporta es un objetivo prioritario del trabajo de Bernardo, que no sólo denuncia o rectifica, sino que desmiente. Y por eso ahí está afirmando que el tenor Enrico Caruso nunca cantó en Manaos o que, al menos, no hay pruebas. Cómo se agradece que alguien constate que todo lo anterior era fábula o, si preferís llamarlo así, mentira. Para esto es necesario el viaje, la pesquisa, la valentía de un periodista purasangre, esa estirpe a la que sin duda pertenece Bernardo. Basta observar su recorrido, leer sus reportajes, para despejar cualquier duda. Basta haberle visto enseñando periodismo en el México del narcotráfico, colándose en favelas de alto riesgo o impulsando iniciativas para acercar al público una verdad distinta de la que algunos consensuaron por reflejo, a base de simples ecos. Bernardo es de los que van al origen. De los que buscan al menos un poco más de verdad.
Y en el tránsito ha ido sabiendo más sobre sí mismo, depurando su técnica gracias a incontables lecturas, ganando lenguaje, verbos y, sobre todo –es el gran regalo que ofrecen los viajes a un autor–, sustantivos. Así, con una erudición selvática, Bernardo va tendiendo esas lianas civilizadas que son las frases para ir saltando de un párrafo al otro, de una historia a la siguiente, con la levedad oscura de la jungla, haciendo a los lectores felices de flotar en ese espacio, de tener la auténtica sensación de viajar. Las aventuras amazónicas le han dejado un estómago debilitado –“ya nunca fue el mismo”–, pero le han permitido desarrollar esa prosa machete con la que logra un rudo virtuosismo, a tono con la tierra y las aguas que atraviesa, muy raro de encontrar. Su escritura ha aprehendido esencias de aquel mundo, así que la sensación de Amazonas llega no sólo por lo que cuenta, sino por la tupida atmósfera que recrea cada sílaba, una detrás de otra.
Para mí, uno de los rasgos que distinguen a los autores con una carga distinta es su modo de acercarse a los paisajes. Después de esos lugares tantas veces narrados, esos albas y crepúsculos infinitamente descritos… ¿Qué palabras les quedarán a los autores venideros? Ahí tenemos a Bernardo diciendo, por ejemplo, que “el plomo solar va enfriándose”, recogiendo con precisión y sabiduría una temperatura ambiental determinada por el calor y la violencia.
En el plano del conocimiento objetivo, este libro aporta informaciones valiosas, aproximaciones sugerentes. Bernardo cuenta cómo su recelo ante el papel evangelizador de las iglesias fue retocado al presenciar la labor de Pere Casaldàliga y muchos otros. Habla del dolor que causa el mordisco de una formiga de fogo. Testimonios en primera persona de un reportero movido por un cada vez más sólido sentimiento de rabia ante los abominables abusos que las grandes compañías cometen sobre unos indígenas rebajados a niveles infrahumanos, sometidos aún al esclavismo. Y esa misma furia es la que le impulsa a constatar la realidad añadiéndose a una brigada antiesclavista para viajar con un grupo de policías que persiguen detener esas prácticas en la jungla profunda. Durante la incursión, Bernardo aprende a dejar pistas falsas, para que nadie alerte a los capataces de que van a por ellos, y así continuar penetrando aquel mundo.
Con Calle Amazonas más gente va a saber que Bernardo ha logrado constituirse en una de esas personas que celebran la vida y, además, leyeron lo suficiente para saber transmitir su latido. Su conocimiento viene tanto de los urubús como de Montaigne y su oda a los aborígenes. De haber caminado por los restos de Fordlandia, de haber husmeado en ciudades que al mencionarlas parecen de cuento, locura o pesadilla –Fidelandia– o de haber asistido a ritos espiritistas espoleados por la droga y algún tipo de fe. Y siempre, y quizá por eso consigue lo que consigue, desde la discreción. Fiel a una postura que él mismo resume en este libro: “nada como situarse en una esquina del día, al margen de la escena”.
Hace unos fines de semana fui a ver la última de Harry Potter con mi hijo. La película incluye un pequeño relato sobre tres hermanos a los que la muerte concede un deseo. Dos de ellos mueren pronto. Uno pidió un instrumento para ejercer poder. El otro, la herramienta que le permitiera resucitar a los seres queridos. El único que llega a viejo es el tercero, que pide a la muerte una capa que le haga invisible. Y vestido con esa tela es como durante toda la vida esquiva a su temible benefactora. Conociendo, leyendo a Bernardo, es fácil verlo bajo la capa.
Para terminar, quiero recalcar algo que también distingue a los escritores de viajes: su atención a las pequeñas cosas, a las subtramas, a los objetos, las personas y los rincones que nunca van a salir en las noticias de no ser por hecatombe. Ese algo que ayuda a entender la estrategia vital de un Bernardo impelido por un deseo de justicia con el que ya debió llegar a Brasil, pero que aquel país le ha multiplicado. Y es que la forma última que tiene Bernardo de comunicar la grandeza del río Amazonas es atendiendo a cada afluente, a cada mínimo curso de agua con el que se cruza o supera. Y nombrándolos. Como nombra a las muchas personas que encuentra, que aportan algo, aunque sea un saludo, una dirección. Nos dice cómo se llaman todos esos lugares e individuos que hacen posible el único nombre que nos llega a Occidente, pero que sería imposible sin los demás. Y así, a base de nombres, tiende una red de capilares, de detalles, que sin duda enseguida olvidaremos, pero que de algún modo anclan en el subconsciente y ayudan a asumir la grandeza y densidad del nombre que los recoge a todos: Amazonas.