Bryan Ferry
25º Guitar Festival Bcn
Auditori del Fòrum, Barcelona. 5 de julio de 2014
Ser elegante implica saber mantener la compostura aunque se esté haciendo el ridículo. Y Bryan Ferry –en solitario o al frente de Roxy Music– ha sido siempre muy elegante. Su canon estético ha oscilado toda su carrera entre el glamour y la decadencia, entre el smoking y la astracanada, entre el fashion pub y el puticlub. En su época paralela de covers –These Foolish Things (Virgin, 1973), Another Time, Another Place (Island, 1974), Let’s Stick Together (EG Records, 1976), The Bride Stripped Bare (EG Records, 1978)– ya comenzó a cultivar su imagen de dandy trasnochado que canta con desgana canciones de amor imperecedero que nadie se acaba de creer del todo, a sabiendas de que, al salir de su alcoba, olvidará el nombre de la amante de turno. Del disfraz de crooner sacaría su máximo rendimiento en algunos picos significativos de su irregular trayectoria: inspirándose en el imaginario expresionista –en Bête Noir (Virgin, 1987)–, el cabaret de entreguerras –As Time Goes By (Virgin, 1999)– y el jazz –The Jazz Age (BMG, 2012), la BSO de El Gran Gatsby (Baz Luhrmann, 2013)–. Ésta es, sin duda, la faceta más estimada por el abajo firmante.
Pero, ay, Ferry desaprovechó la oportunidad de renovarse y no morir. El revival al que contribuyó el esforzado arreglista Colin Good con la adaptación de su propio repertorio al estilo ragtime se quedó en el puerto de salida, apostando erróneamente por desempolvar con un plumero calvo su viejo temario acompañándose de una banda de rock. Llevarse consigo de gira a toda una orquesta era algo caro y tan sólo al alcance de unos pocos bolsillos en la actualidad musical –Peter Gabriel, Elvis Costello, Sting– los cuales, no obstante, también se han descalabrado económicamente en su reciente intento por “sinfonizar” su cancionero. En cambio, la austeridad formal de Ferry no comulgó con el planteamiento de base, y mucho menos con las expectativas.
Quizá el marco escénico no ayudó demasiado, tan excesivo y grandilocuente. Inapreciablemente recortada sobre un fondo azul que luego se desvirtuó entre luces estroboscópicas de discoteca que amenazaban epilepsia, la banda de Ferry salió al escenario vestida de riguroso pero anodino negro, tan desapercibida como anónima. Las únicas figuras con algo más de presencia eran las coristas y, cómo no, la estrella de la función, de nombre Bryan. Provenientes del mundo del soul –lo delataba el pelo afro y el abuso de emparedados de crema de cacahuete en demasiados desayunos–, las dos voces de apoyo lucieron lentejuelas y la misma motivación que Ferry cantando, con más prisa por cobrar el cheque y hacerse unos montaditos en el bar de la esquina. Por su parte, Ferry ejerció de percha hierática para una chaqueta que parecía de piel de serpiente y que recordaba a la del personaje de Sailor en Corazón Salvaje (David Lynch, 1990). Se acaban aquí los detalles más destacados de su puesta en escena. Ni pantallas, ni plataformas de baile para alguna moza de buen ver y mejor catar, ni plumones, ni humos de mentira, ni las pintas estrafalarias que antaño convirtieran a Roxy Music en un referente del electro-kistch. Ante tan despersonalizado espectáculo, substituir a Ferry por cualquier otro cantante habría resultado igual de efectivo.
No obstante, el concierto se integraba dentro de un festival dedicado a la guitarra, y tal vez por ello el temario escogido se resintió de un buen número de ráfagas de guitarreo y solos de relleno tan innecesarios como alejados del estilo ambiental de Phil Manzanera. Tanto trallazo incisivo terminó por abrumar. Subrayar el peso de dicho instrumento con un sonido tan agresivo desentonaba en un repertorio pensado inicialmente para despertar la función de calentura precoital: Slave To Love, Kiss and Tell, While My Heart Is Still Beating, etc. En sus últimas actuaciones en directo, Ferry ha asimilado la misma tramposa fórmula que Roger Waters, quien, para suplir los magistrales huecos dejados por David Gilmour en los temas de Pink Floyd, los empacha con solos heavy a cargo de algún mercenario contratado por horas.
Por el contrario, es una verdad a gritos que la música de Ferry gana más en la corta distancia, a ser posible con poca luz. Sus medios tiempos, por tanto, hubieran sido más acordes en una sala como la del Fòrum, sí, de cómoda butacas y la mirada concentrada hacia el escenario. Pero ese estatismo fue también un lastre cuando el grupo defendía préstamos del primer período de Roxy Music, mucho más rockeros e incluso vanguardistas. Sabedor de que su currículum no ha despuntado como esperaba tras el pelotazo de Boys and Girls (EG Records, 1985), Ferry saqueó sin compasión los greatests hits de Roxy Music sin entender del todo que la forma deforma el todo.
Empezando por una exagerada amplificación del sonido, una batería que le metía unos zurriagazos improcedentes a algunas baladitas de mechero (hoy emulado por la frialdad de un teléfono móvil) y unos aires de querer cantar poco, acortar severamente las canciones y dejar que los más jóvenes se ocupen del colchón musical, el concierto de Ferry no parecía levantar el vuelo salvo en contadas ocasiones. Arrancar con Virginia Plain descolocó a más de uno porque se recibió como un ambiguo presagio de lo que estaba por venir. Pero pronto la cosa decayó por otros fueros, trufándose de sedas sedantes de sintes que convirtieron himnos lúbricos como Tara, More Than This, Avalon, Reason Or Rhyme o Take a chance with me en nanas para el abuelo. Ladytron y Love is the drug aún pudieron alegrar un poquito la moral y de paso poner los culos a bailar en los pasillos entre butacas, pero la aparatosidad de los vestidos de gala de algunas cincuentonas recauchutadas sentenció la bajona libidinal.
Claro, no vamos a escatimar la importancia que las mujeres de postal y pasarela tienen para el imaginario de Roxy & Ferry, tanto en vídeos y portadas de discos como en lo alto de la tarima. Que casi la mitad de su banda estuviera compuesta por féminas no es novedad; que carezcan de apellido a la hora de presentar a los miembros femeninos del grupo, tampoco; que la teclista soplara el saxo mostrando tipito mientras Ferry se sentaba al piano no iba a ser ninguna excepción a estas alturas. Pero ahí sí que se notó la sensible ausencia del gran Andy Mackay, percatándonos entonces de que el único foco que alumbraba a alguien era para los solistas –y para Ferry, por descontado–, sin proferir impresión alguna de cohesión entre los músicos. La complejidad de ciertas obras de la inmediata etapa post-Eno –y que bandas “de encargo” como The Venus In Furs para la BSO de Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998) revivieron con mejor fortuna que sus propios autores– no brilló en un concierto que pretendía sin disimulo lucrarse con un temario que Ferry, por sí solo o en compañía de solventes sesioneros, no podía sostener sin reconocer que entre las filas de Roxy Music todos eran unos virtuosos. Ferry sólo era una estrella, nada más.
Y las estrellas, no lo olvidemos, son la última luz de un planeta que ya murió. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno