Brodsky Quartet & Joan Enric Lluna

yH5BAEAAAAALAAAAAABAAEAAAIBRAA7 - Brodsky Quartet & Joan Enric LlunaBrodsky Quartet & Joan Enric Lluna
Barcelona, L’Auditori
10 de marzo de 2007


Acostumbrados a las hibridaciones estilísticas, el cuarteto Brodsky riza ahora el rizo aliándose con uno de los clarinetistas más importantes del momento: Joan Enric Lluna. Con el título genérico In memoriam, el programa estaba configurado como una larga elegía musical. Arrancó éste con un repertorio de media docena de piececillas breves de Stravinsky para cuarteto y clarinete solo. Que el ruso estaba un poco turulato lo constataron las tres primeras, mareantes tonadas de aire balcánico llenas de acentos y colores, con elementos percusivos sobre las cuerdas, muy del gusto de Piazzolla. Una sensibilísima puntilla final a cargo de la viola sumergió la música en el pozo negro del silencio, del que emergió tímidamente con las primeras notas del clarinete, que surgía precisamente de la oscuridad. Entre histéricos quiebros y repentinos silencios, Lluna se deshizo con rapidez y eficacia con mímica expresividad. Sería luego el relevo del onceavo cuarteto de cuerda de Shostakovich, estrenado nueve años antes de morir, agotado por la represión estalinista y la incomprensión del público. Obra escrita entre la gravedad y la burla, entreteje los temas con delicadeza hasta llegar a la cadencia final del primer violín, que es pura rabia contenida. El primer bloque lo cerró Song of the traveller at night, un encargo de la compositora serbia Isidora Zebeljan para una vídeo-instalación de Bill Viola, repleto de abruptos y violentos cambios en un diálogo esquizoide entre cuarteto y clarinete. Lo mejor de la noche lo ocuparía íntegramente la segunda parte: una suite de cuatro partes del británico Paul BarkerIn memoriam. Dedicada a los miembros del grupo Sarajevo String Quartet, que parece perecieron durante el conflicto bélico, tenía en la teatralidad y la cinemática un factor esencial de significación. La expresividad de sus sombras, proyectadas sobre dos pequeños telones en rojo encarnado, cobraba tanto o más protagonismo que la presencia de los músicos mismos. Abrazados dentro de un haz de luz (Lachrymae), con Lluna arrodillado mientras desaparecen las notas de sus compañeros en el aire, quedando tan sólo el gesto (Soliloquy), hilando con el clarinete un plañidero lloriqueo en glissando (Coral), hasta que los demás músicos le van abandonando en el escenario (Exeunt ommes), acaba la pieza –de media hora de duración, que pasa como un suspiro– dejando solos, desamparados, sus instrumentos en el suelo, a modo de improvisada lápida para una tumba anónima. La obra de Barker es de las que, si le atrapan a uno, ya no le dejan ni respirar, marcándole a fuego para siempre con lágrimas de metralla al rojo vivo. Los cuatro de Brodsky se han vuelto a lucir, pero la luz ha adquirido esta noche su verdadero sentido. // Iván Sánchez Moreno