Trio Kandinsky / Cicle de Tardor
Trio Kandinsky
Cicle de Tardor
El Vendrell (Tarragona), Auditori Pau Casals
18 de octubre de 2009
El Trio Kandinsky debe su nombre al pintor ruso de vanguardia, amigo de músicos como Scriabin y rompedor de las formas figurativas en el arte. Pero la abstracción no quedó relegada solamente al ámbito pictórico, también la música se vio afectada por ese cambio radical. Si en algo se caracterizan los artistas del siglo pasado es por ser creadores de atmósferas antes que hacedores de obras. Así, el principal valor de la música contemporánea es el cómo se interpreta y no tanto el qué se toca. De esa valiente reivindicación nace el guión de este concierto. Titulado genéricamente La música del nostre temps ens fa por? (¿Nos da miedo la música de nuestro tiempo?), el Trio Kandinsky presenta un repertorio muy bien escogido de cuatro autores que no obstante no resultan tan representativos de esta mal denominada “música contemporánea”: ¿acaso no caben en esa etiqueta las relecturas del pasado que hacen Jacques Loussier, Uri Caine o Glenn Gould, por ejemplo? Precisamente con ese espíritu rebelde, el Trio Kandinsky ponía de manifiesto que se podía hablar de vanguardia sin tener por ello que cortar a saco el cordón umbilical que nos une con los ancestros. No en vano, la mirada de los autores seleccionados echaba en parte un vistazo al clasicismo antiguo y, por el otro, al tango tradicional y al folklore popular.
Si bien el trío dedicó su anterior propuesta a Albéniz y la música nacional de principios del siglo pasado, en esta ocasión pretendían acercar con respetuosidad y atrevimiento un programa que no siempre es del gusto de la mayoría. Pues como apuntó Emili Brugalla en la introducción del concierto, mientras la constante afluencia a los museos consiga sensibilizar las conciencias de la masa ante artes abstractas, no ocurre lo mismo con las nuevas músicas. Ante la escasez de oportunidades para su difusión y conocimiento, es tan necesario como agradecido el esfuerzo de citas como las de hoy. Planteado como una actuación íntima y participativa –y a tal fin se invitó al público a subir al escenario para darle la palabra, con el riesgo añadido de convertir un concierto de cámara en un debate de opiniones cruzadas–, Brugalla ofició de presentador de las piezas con amenas explicaciones que sin embargo se extendieron demasiado, rayando semejanzas con una master-class para iniciados. Ahí quizá hubiera convenido echar mano de la tijera y no alargar tanto las intervenciones abiertas del público asistente.
En su papel de maestro, el pianista interpretó un trozo de la sonata en la que se inspiró el estonio Arvo Pärt (1935) para su Mozart-Adagio, basada a su vez en una vieja siciliana barroca. El objetivo de Pärt era pasar una composición del genio de Salzburg por el tamiz disonante del siglo XX. Quebrándose progresivamente las formas iniciales, el adagio iba complejizándose por meandros atonales y adoptando los pulsos con que otros autores como Messiaen o Shostakovich traducían el caos y el desespero de su tiempo, antes de que el hedonismo y la frivolidad de otras músicas hicieran de la actitud un negocio. A continuación rescataron otra pieza fundamental del estilo de Pärt: Spiegel um Spiegel. Apoyado en la repetición minimalista, chelo y piano se perseguían con calmada parsimonia a través de notas largas, volviendo a sus pasos con leves cambios de tono, como dándole la vuelta al reverso del espejo. Esa sensación sonora, emulando el canto gregoriano, tenía su razón de ser en la consciente evitación de cualquier conato exhibicionista. Para Pärt, la búsqueda espiritual del músico reside en la máxima simpleza y no en el exceso de virtuosismo. Dotado de una fuerte religiosidad, el lenguaje de Pärt responde ante el totalitarismo soviético que le tocó vivir con un sutil acto de protesta filoestético que trata de conmover por la emoción y no por el intelecto, al que acusaba Pärt de haber alejado al público de la música culta. Qué duda cabe que los miembros del Trio Kandinsky supieron reflejar esa meta.
Como contraste a las resonancias casi místicas de Pärt, el conjunto Kandinsky acometió un extracto del Primer Trío de Maurizio Kagel (1931-2008), intelectual de élite y anarquista de pro, capaz de proclamar a los vientos su querencia por el sexo libre, su interés por el ocultismo y su amor desmedido por los bajos fondos de arrabal y pese a todo seguir siendo fiel a sus raíces clásicas. Como artista polifacético -era, además de músic, un consumado cineasta y escenógrafo-, Kagel fusionaba en su obra la tradición teatral (dándole una especial importancia al apoyo visual y gestual de la expresión musical) y la popular argentina y el jazz, mezclándolo todo con su bagaje en los conservatorios alemanes. Siendo su Primer Trío un tema de inspiración demoníaca según una vieja leyenda, era evidente que el autor partiera de las disonancias propias del censurado diabolus in musica medieval, aunque integrándolas armónicamente y embelleciendo la percepción de ese aparente choque de notas –que, como Amparo Lacruz se prestó a ejemplificar, ya se cuelan con buen oído incluso en las Suites para chelo de Bach–. Encadenando varias escenas musicales y repartiendo así la voz protagonista de cada instrumento, la pieza en cuestión pasaba de la furia en cada ataque solista a la pasión tanguera, de los golpes de efecto circense –con trémolos del chelo, gruñidos de la madera, elementos percusivos, etc.– al canturreo de una danza folklórica. En fin, una amalgama sorprendente y cambiante que impedía caer en la previsibilidad y que por momentos conseguía aproximar el sonido de las cuerdas al del fuelle de un distorsionado bandoneón que se resiste a apagarse en el silencio.
Originariamente, esa inclusión del ruido provenía en la historia de la música occidental a un intento por imitar la naturaleza –el trino de los pájaros, el trueno de una tormenta…–, pero no es hasta el siglo XX que se revaloriza como elemento abstracto, como un sonido puro que en parte el art brut también proclamaba desde otros modos de expresión. Desde ese planteamiento el Trío nº III del madrileño José Manuel López-López (1956) rendía homenaje a las obras de piano preparado de John Cage o Sylvano Bussotti, llenando el espacio de ecos, golpes secos, retorcimientos, arañazos y demás fricciones de los instrumentos que conferían significados nuevos a cada matiz. El Trio Kandinsky nos probaba cuán extraordinarios pueden ser los sonidos que en la imaginación recuerdan al óxido descascarillado, la bisagra chirriante, las cañas partidas, el graznido de una rara avis o el lamento de una ballena herida. Y es que, como admitió Brugalla, con un adhesivo plástico sobre los macillos del piano, cualquiera podía amortiguar su resonancia y emitir sonidos absolutamente novedosos.
Tras tan hipnótica y fascinante exposición llegó el cierre de un inquietante concierto. Ya visiblemente cansados, los músicos abordaron con cierto atropello La muerte del ángel de Astor Piazzola (1921-1992), una de esas muchas renovaciones del tango obsoleto que se enriqueció con su genio bebiendo del jazz, que mamó en las calles y garitos de Nueva York; de los impresionistas franceses, de sus tiempos en París (y remarcadamente sensibles en los pasajes tranquilos de la susodicha pieza); y de las modas de vanguardia que aprendió con Nadia Boulanger cuando aún se estilaba programar habitualmente a Stravinsky o Bartók. En cambio, la violenta personalidad de su autor –las agresivas dentelladas rítmicas de su música insinúan sus largas temporadas en alta mar pescando tiburones– brilló por su ausencia, confundiéndose en esta anodina versión la rabia piazzolera con el cómodo efectismo. Y es que a Astor hay que tocarlo con las tripas, como están hechas las cuerdas barrocas, y con las agallas de un escualo. Es tal vez el único autor de cámara al que todo auditorio se le queda pequeño. El resto de los citados, por el contrario, fueron muestras exquisitas de la versatilidad del Trio Kandinsky. Y para despejar cualquier tipo de duda aún quedan los dos conciertos siguientes del ciclo de otoño: un recuerdo a Haydn y Mendelssohn (25 de octubre) y un compendio de haikus musicados (15 de noviembre). Trio Kandinsky // Iván Sánchez Moreno