Tine Kindermann
Tine Kindermann
“Schamlos Schon”
Oriente Musik / Resistencia, 2008
Si me lo permiten, les voy a contar una historia, por cortesía de la amiga Tine Kindermann:
Érase una vez tres hombres que entran en un bar. Por hacer una broma le preguntan al tabernero qué tal están su vino, su cerveza y su hermana. El barman, muy serio, responde que su vino es dulce, su cerveza fresquita y su hermana yace muerta en la habitación de al lado. Los tres hombres, sin saber cómo reaccionar, le consuelan cada uno con palabras amables:
“Yo, a tu hermana, la amé toda la vida”, dijo el primero, a lo que el tabernero contestó muy adusto: “Gracias”.
“Yo la amé siempre”, confesó el segundo, y el barman tan sólo pudo responder un seco: “Gracias”.
El último de los tres hombres, con lágrimas en los ojos, casi no pudo pronunciar su frase: “Yo la amaré eternamente”. Sólo a éste le convidó a la copa.
Ésta es una muestra de las canciones tradicionales compiladas en el debut discográfico de esta berlinesa del `62 afincada en Nueva York, donde se dio a conocer hace unos años como una reputada escultora de figuritas minimalistas y dioramas barrocos inspirados en cruentos cuentos de los hermanos Grimm (y que decoran la carpetilla del disco y su web), siguiendo el arte popular de los guckkasten (pretéritos cosmoramas) y los típicamente germánicos wunderkammer (o “cuartos de las maravillas”), además de ser la creadora de una encantadoramente siniestra producción de dibujos animados al estilo de Terry Gilliam y de muñequitos con técnica stop-motion. Estrecha colaboradora de la galería Metaphor y responsable del programa de folk del mismo centro, parte de ese repertorio queda reflejado en Schamlos Schon, una colección de viejas baladas de aires cabareteros y hebraicos con la inestimable compañía de tres tipos bien curtidos en esta clase de músicas: Marc Ribot y Greg Cohen (Costello, Zorn, Waits) por un lado, y Frank London (trompeta de los Klezmatics), por el otro.
Tine pretende así saldarse una deuda pendiente con el pasado. Seleccionó un total de trece (número de yuyu) canciones de amor y muerte –ese eterno retorno del Eros y el Thanatos freudiano–, de melopea y soledad, de cuna y sepultura, que tantas veces le cantó junto a la cama su madre y antes su abuela, manteniendo vivo en el recuerdo el legado que había perdurado de generación en generación. En ese gesto por preservar lo que tan sólo en la oralidad pervivía reside la importancia de este disco, aunque dándole una pátina sonora más contemporánea. Cuando los nazis relegaron el cancionero centroeuropeo a los círculos tabernarios con el desdén del gran ignorante que toma la “alta cultura” como quien se va al fútbol con bocadillos de caviar, se perdió uno de los más hermosos tesoros de la historia de la música. Su valor es, sin embargo, incuestionable: no es raro entonces que autores como Mussorgsky, Bartók o Berio se preocuparan por su preservación transcribiendo en partituras desde canciones para jugar a la comba a relatos cantados de príncipes y princesas, velas sopladas y flores secas, y besos fríos que devuelven (o no) a la vida…
Desde su “exilio americano”, las canciones de su tierra natal –que Kindermann interpretaba en la intimidad del hogar por el insistente reclamo de sus hijos– adquirían ahora una nueva dimensión, a la que los músicos contribuyen significativamente aportando arreglos atmosféricos oníricos (casi parece oírse a Nico tocando su harmonium de ultratumba con una nana entre los dientes en Es Ist Ein Schnitter y en Sterben Ist Ein Schwere Buss), emotivos (escuchen ese bendito himno de contrición que es Maria Durch Ein Dornwald Ging o el dúo con Lorin Sklambergen en el precioso tema de éxodos sin regreso que tiene por título Schwestertein, y ya me dirán) y festivos (como en el alegre y contagioso canturreo de Es Freit Ein Wilder Wassermann –resístanse a tararear el estribillo y a enamorarse de esa adorable criaturita de nombre Lilofee que lo protagoniza). Myspace // Iván Sánchez Moreno
Érase una vez tres hombres que entran en un bar. Por hacer una broma le preguntan al tabernero qué tal están su vino, su cerveza y su hermana. El barman, muy serio, responde que su vino es dulce, su cerveza fresquita y su hermana yace muerta en la habitación de al lado. Los tres hombres, sin saber cómo reaccionar, le consuelan cada uno con palabras amables:
“Yo, a tu hermana, la amé toda la vida”, dijo el primero, a lo que el tabernero contestó muy adusto: “Gracias”.
“Yo la amé siempre”, confesó el segundo, y el barman tan sólo pudo responder un seco: “Gracias”.
El último de los tres hombres, con lágrimas en los ojos, casi no pudo pronunciar su frase: “Yo la amaré eternamente”. Sólo a éste le convidó a la copa.
Ésta es una muestra de las canciones tradicionales compiladas en el debut discográfico de esta berlinesa del `62 afincada en Nueva York, donde se dio a conocer hace unos años como una reputada escultora de figuritas minimalistas y dioramas barrocos inspirados en cruentos cuentos de los hermanos Grimm (y que decoran la carpetilla del disco y su web), siguiendo el arte popular de los guckkasten (pretéritos cosmoramas) y los típicamente germánicos wunderkammer (o “cuartos de las maravillas”), además de ser la creadora de una encantadoramente siniestra producción de dibujos animados al estilo de Terry Gilliam y de muñequitos con técnica stop-motion. Estrecha colaboradora de la galería Metaphor y responsable del programa de folk del mismo centro, parte de ese repertorio queda reflejado en Schamlos Schon, una colección de viejas baladas de aires cabareteros y hebraicos con la inestimable compañía de tres tipos bien curtidos en esta clase de músicas: Marc Ribot y Greg Cohen (Costello, Zorn, Waits) por un lado, y Frank London (trompeta de los Klezmatics), por el otro.
Tine pretende así saldarse una deuda pendiente con el pasado. Seleccionó un total de trece (número de yuyu) canciones de amor y muerte –ese eterno retorno del Eros y el Thanatos freudiano–, de melopea y soledad, de cuna y sepultura, que tantas veces le cantó junto a la cama su madre y antes su abuela, manteniendo vivo en el recuerdo el legado que había perdurado de generación en generación. En ese gesto por preservar lo que tan sólo en la oralidad pervivía reside la importancia de este disco, aunque dándole una pátina sonora más contemporánea. Cuando los nazis relegaron el cancionero centroeuropeo a los círculos tabernarios con el desdén del gran ignorante que toma la “alta cultura” como quien se va al fútbol con bocadillos de caviar, se perdió uno de los más hermosos tesoros de la historia de la música. Su valor es, sin embargo, incuestionable: no es raro entonces que autores como Mussorgsky, Bartók o Berio se preocuparan por su preservación transcribiendo en partituras desde canciones para jugar a la comba a relatos cantados de príncipes y princesas, velas sopladas y flores secas, y besos fríos que devuelven (o no) a la vida…
Desde su “exilio americano”, las canciones de su tierra natal –que Kindermann interpretaba en la intimidad del hogar por el insistente reclamo de sus hijos– adquirían ahora una nueva dimensión, a la que los músicos contribuyen significativamente aportando arreglos atmosféricos oníricos (casi parece oírse a Nico tocando su harmonium de ultratumba con una nana entre los dientes en Es Ist Ein Schnitter y en Sterben Ist Ein Schwere Buss), emotivos (escuchen ese bendito himno de contrición que es Maria Durch Ein Dornwald Ging o el dúo con Lorin Sklambergen en el precioso tema de éxodos sin regreso que tiene por título Schwestertein, y ya me dirán) y festivos (como en el alegre y contagioso canturreo de Es Freit Ein Wilder Wassermann –resístanse a tararear el estribillo y a enamorarse de esa adorable criaturita de nombre Lilofee que lo protagoniza). Myspace // Iván Sánchez Moreno