Richard Wagner – El judaísmo en la música
Richard Wagner
“El judaísmo en la música”. Hermida Editores, 2013
Hace exactamente 200 años que Richard Wagner vino al mundo, pero el mundo dejó de ser el mismo tras su paso. Hablar de su música implica forzosamente hacerlo también de su cosmogonía, del simbolismo germánico, de los mitos célticos, de dioses vikingos, de leyendas medievales y, cómo no, de su exacerbado racismo antisemita. Así lo manifiesta El judaísmo en la música, un encendido panfleto donde expone sin descanso sus quejas contra un sistema político que propició –según él– el monopolio hebreo de todas las instituciones culturales del país.
El texto estaba inicialmente dirigido a la condesa de Nesselrode, una ingenua mecenas (pupila de Liszt y Chopin, por cierto) a quien Wagner engatusó para sablarle 10000 francos de la época y así poder resarcirse de sus primeros fracasos como compositor. Sin duda, lo más productivo de Wagner era su labia. Pero no por ello debe tomarse este largo artículo contestatario como algo anecdótico. Hasta tres veces vería la luz (en 1850, 1869, y 1873) con machacona insistencia, aunque fuera firmado con seudónimo: K. Freigedank, que traducido vendría a significar algo así como “pensamiento libre”. Una megalomanía tan elocuente era prueba suficiente para sospechar que el compositor era un paranoico de mucho cuidado, como evidencian las muchas muestras de manía persecutoria que trufan el texto. No en vano fue concebido durante sus tiempos de penuria en París, época en que se alimentaría de estereotipos contra el judío mientras malvivió como periodista musical. No obstante, la principal razón por la que se decidió a reimprimir su artículo (ya con su nombre real) fue una personal venganza por las críticas que vertía Eduard Hanslick por su obra posterior al Tannhäuser.
Contra él van los innumerables dardos que Wagner lanza entre sus páginas. Pero no será el único objeto de sus inquinas y rencores más feroces. A Meyerbeer atribuye el fracaso de sus estrenos parisinos, a pesar de que él se hubiera desvivido por conseguirle escenarios y patrocinios –aunque bien es verdad que llegó un día en que ya no quiso acceder al desangrado económico de Wagner, quien subsistía cual garrapata a base de préstamos sin retorno–. De Offenbach gruñe que no hace más que calamidades y parodias. A Heine también le tiene en su lista negra, pese a que se basara en sus poemas para escribir los libretos de Lohengrin, El holandés errante y el citado Tannhäuser. Por contra, la especial ojeriza que sentía por Mendelssohn tiene su origen en la negativa de éste a programar una de las obras primerizas del autor –que por descontado estaría a años luz de las que de veras le dieron fama–. Para la música extranjera tampoco escatimaría insultos, vislumbrando en el belcantismo italiano una degradación ociosa del arte sonoro, desbancándolo del lugar privilegiado que antaño ocuparía junto a la literatura o la arquitectura, por ejemplo.
Por supuesto no fue el único en levantar la voz contra los judíos: el conde de Gobineau, destacado fan de Wagner, ya había hecho eco antes de las teorías degeneracionistas con las que luego se arroparían la Völkerpsychologie, la eugenesia aplicada, la psiquiatría forense, la sociología y la antropología racial, y sustentarían el caldo ideológico para los movimientos culturales ultranacionalistas. De sobras es conocida la consecuencia de todo ello, bajo el mandato nacionalsocialista…
Fundamentado en sus lecturas –algo sesgadas y asistemáticas– de Hegel, Schiller, Schopenhauer, Marx y Bakunin, Wagner pretendía llevar la máxima anarquista más allá de sus límites prácticos, sentenciando así la eliminación (primero cultural, luego racial) de toda huella judía en la sociedad alemana. Las citas a las leyes “naturales” del darwinismo y a la depuración de la sangre germánica son, por ende, constantes a lo largo de todo el panfleto, casi cien páginas de histerismo e injurias que no hacen más que subrayar la desquiciada mente de eso que los estetas más lameculistas suelen llamar genio. Quizá Wagner lo fuera, pero sólo a un nivel creativo. Como intelectual o teórico tan sólo se bastaba con reciclar ideas ajenas que ya se cocían en el ambiente. En efecto, el aliento judeófobo emanaba de bocas mucho más apestosas que la suya, desde plataformas urbanas, comités académicos y fundaciones culturales de corte nacionalista. Wagner no fue más que un voceador, un loro que repetía lo que había oído decir a otros.
Entre las razones estéticas que aduce para argumentar el rechazo contra la música judía está la supuesta incapacidad del pueblo hebreo para expresar emociones, ya sea en el canto como en el rictus formal de sus composiciones, excesivamente intelectualizadas para alguien de tan hipersensible (y enfermiza) pasión como Wagner. O, por el contrario, acusa al músico judío de degradarse hasta lo vulgar y populachero, vaticinando que la decadencia artística de los nuevos compositores preconiza también la del gusto musical del público. ¡Lo que hubiera vomitado Wagner al oír lo que consumen las generaciones pop nacidas en este siglo!
La endeble tesis de fondo, pues, es que los artistas judíos no son sino parásitos sociales que viven de rentas y subvenciones, que carecen de un lenguaje propio, y que se aprovechan inmerecidamente del hueco dejado por Beethoven tras su muerte. Pero, por otra parte, tantos sapos y culebras casi le dan la razón a la dura acusación de Fröbel, quien advertía que, con su programa panestético de la Gesamtkunstwerk (la “obra total”), Wagner soñaba morbosamente con desmontar el Estado alemán y, desde la atalaya de su propio teatro (Bayreuth), controlar el pensamiento germánico a través del arte, inmolándose a sí mismo como un hipócrita mesías de la Verdad y de la pureza. Aunque parezca algo exagerado, la historia nos ha enseñado que por desgracia se lo tomaron demasiado en serio los ideólogos del nazismo.
La magistral introducción de esta edición en castellano, a cargo de la doctora Rosa Sala (en España no existía más traducción que la que publicó en su momento la especializada Revista Wagneriana), nos ofrece muchas claves para situar a Wagner y su libelo en el contexto originario, pervertido por los intereses chovinistas de los políticos de turno, más preocupados por engordar las urnas y los bolsillos que por gestionar adecuadamente las fuentes culturales de su feudo. Al respecto, no es baladí la elección de la portada del libro: una ilustración de Lillette Gobin de la que emerge una esvástika sobre una demacrada partitura. Calibrando cómo está el patio actualmente, da miedito pensar en los efectos de estos debates sobre los márgenes arbitrarios de toda identidad cultural. Dan ganas de hacer las maletas y pedir el visado para Marte. +info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno