Orquestra Simfònica de Barcelona (OBC)

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Orquestra Simfònica de Barcelona

L’Auditori, Barcelona.1 de junio, 2012

Gustav Mahler (1860-1911) compuso La canción de la tierra un año después de perder a su hijita. Por entonces, su delicado estado de salud cursaba con una lacerante paranoia y torturada misantropía (de hecho, acabaría pidiéndole cita a Freud, aunque no pasaron de la primera sesión). “Me he vuelto un extraño para el mundo”, dejó escrito en una vieja partitura como resumen de su filosofía vital. La canción de la tierra fue la prueba definitiva de esa angustia existencial que siempre le persiguió. Basado en un compendio de antiguos poemas chinos, Mahler recreó musicalmente los versos (traducidos al alemán por Hans Bethge) con su particular espíritu romántico, remarcando en este caso los dejes orientalistas en ciertos pasajes.

De las seis que compone este conjunto de lieder orquestales, la pieza final (El Adiós) es sin duda una de las más significativas de la obra mahleriana, y probablemente pensada como un testamento en vida, toda una declaración de principios ante la muerte. No es casual que diera título a la que era su 9ª sinfonía, evitando banalmente el mal fario de que –como en el caso de Beethoven, Schubert o Bruckner– fuera ésta la última (no obstante, aún sobreviviría a una más, que restó inacabada).

Con esta obra magna de Mahler, su émulo Pablo González –en lo fisiognómico y en la sensibilidad musical que le caracteriza a la hora de traducir las notas desde el atril– dirigió el concierto de cierre de la temporada 2011-2012 de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC), complementándose con las seis canciones de La rosa als llavis que Eduard Toldrà (1895-1962) escribiera sobre el poema homónimo de Joan Salvat-Papasseit. El repertorio no fue tampoco un capricho gratuito: Toldrà fue uno de los fundadores de la OBC (en 1944) y además se cerraba la velada con El Adiós citado, antes de encarar el largo (e incierto) período vacacional.

Del compositor de Vilanova i la Geltrú se encargó la soprano Elena Copons, muy ajustada al colchón orquestal. De la colección de poemas amorosos destacó sobre todo la sonoridad de Seré a ta cambra, amiga, con una bella introducción que ya avanzaba la pátina impresionista del autor, amenizado por el cierre de flautas y los telones que tejieron luego las arpas. Este final parecía ligarse con el inicio de La canción de la tierra, con Donald Litaker y Christian Gerhaher en los roles vocales. Al primero le tocó interpretar al bardo ebrio (Das Trinklied, Der Trunkene) que canta con triste alegría para olvidar las penas de la vida, y así, cuanto más feliz y borracho, mayor es la tristeza de la que en realidad huye. Vitalista y burlón, sumamente expresivo para no dejarse vencer por el volumen de la orquesta, acompañó las palabras con gestos muy cuidados y un rostro muy comunicativo. Resultó perfecto en la pieza que abría el ciclo de canciones mahlerianas, un canto báquico a la tierra que terminaba brindando por el simio que se levanta entre las tumbas, como en la célebre lectura cinematográfica del Zarathustra de Strauss.

Los detalles característicos de Mahler no podían faltar aquí: desde los juegos de vientos y percusión –imitando las formas de las marchas militares que tanto atraían su atención de niño, en los desfiles de su pueblo–, hasta los ritmos desbocados y la telúrica trompetería con que describía el travieso galope de los mozos que chulean a las muchachas que colectan flores de loto junto al río (Von der Jugend), pasando por parajes bucólicos y pastoriles –trufados de parajillos y luz de sol–, etc. Pero la tesitura de Gerhaher, aunque bonita, no evitó las crueles comparaciones con las sopranos que también se han atrevido con Mahler (Nan Merriman, Jessye Norman, Janet Baker, Christa Ludwig) o el recientemente fallecido Fischer-Dieskau. De voz dulce y plañidera, Gerhaher parecía idóneo para el papel del joven solitario al que hace sufrir la belleza de la primavera. Por el contrario, carecía de fuerza y convicción, y el resultado fue más lánguido que apasionado, más fofo que aventurado. La dirección de Pablo González no contribuyó demasiado, quedando el conjunto poco empastado y algo flojito.

La pira sacrificial fue El Adiós, claro. Preludiado por el dichoso pajarillo que había secundado al (in)feliz borracho para festejarle a la luna, el final del ocaso marcará –con una flauta– el inicio de esa larga despedida. Pronto las arpas recordarán el Adagietto de la 5ª Sinfonía, mientras el pajarillo sobrevuela el riachuelo del que habla el texto de la canción, antes de que el mundo se duerma. Con ello, lo que en principio empezó como un carpe diem se va convirtiendo poco a poco en un tempus fugit de aires brumosos y oníricos. En ese marco sonoro que González-Mahler (y el dúo pajarillo-Gerhaher que arrastraría simbólicamente al oyente sensible hasta las montañas que rayan al fondo el firmamento, según reza la canción), cuanto más pesadas y oscuras se volvían las cuerdas, mayor desesperación asomaba en la flauta. Sabía el pajarillo lo que escondía la noche, lo que se cernía sobre el sujeto que canta, que no dejaría tras de sí más que la leve esperanza de ser un tibio recuerdo entre los vivos.

Pero eso Gerhaher no parecía haberlo entendido del todo. Cerrándose El Adiós con una marcha procesional se acabó ahogando su voz sin esfuerzo, entre trompas y trombones. La irrupción de la celesta y unas líneas de mandolina –a manos de Eduard Iniesta– nos devolvieron al punto de partida, pero ya el sentimiento era otro: allá donde el borracho cantó embriagado por el amor, ahora era la desidia la que marcaba el timón y chapaba el telón. La flauta se iba acallando mientras se repetía como una fúnebre letanía el último verso (siempre… siempre… siempre…), hasta hacerse silencio. Pero era éste un silencio gastado, ligero, blandurrio, no la losa de mármol que Mahler quisiera para sí. Sin dolor no hubo valor en la belleza, y algo se perdió en el ambiente. Otra vez será. | + info | Relacionados | Iván Sánchez-Moreno