John Zorn
John Zorn
Barcelona, Apolo
29 de noviembre de 2006
No es del todo honesto acreditar el concierto a nombre de Zorn, pues tan sólo firma la autoría del repertorio. Ni tampoco hablar de cancionero al uso cuando se le da más cancha a la improvisación que a la composición. Si el principal reclamo era, pues, John Zorn a secas, lo cierto es que sobre el escenario, y secundado por Trevor Dunn (bajo) y Joey Baron (batería), el único protagonismo parecía recaer en Mike Patton y su variedad de chilliditos y cacofonías guturales que no llevan a ningún lado, excepto al cáncer de laringe. Este antiguo cocinero de platos indigestos con sello arty (curiosísimos, eso sí), ha ido errando con incierta gloria por infinidad de proyectos paralelos entre Faith No More, Fantomas y Tomahawk. Pero Zorn se merece a veces un tirón de orejas. Confundir la vanguardia mal entendida con lo que raya el ruidismo con pretensiones serias, por más partitura que se siga en directo, es abusar de la confianza del público, que espera algo menos ingenuo y de mayor entereza conceptual que Naked City. Citar a Varèse, Cage o Stockhausen sólo por la forma sin explicar el fondo ni el por qué es aprovecharse de la ignorancia de una gente que, equivocadamente, se traga aquello como un producto cultural revolucionario. Y es que el espectáculo que presentaron Zorn y compañía –la puesta de largo del díptico Moonchild y Astronome– no ofrece nada nuevo bajo el sol: ya antes se había escuchado a su modo en Pantera o Sonic Youth. La única diferencia, no obstante, es que los de Zorn traen su distorsión reglada sobre el pentagrama y los otros, no. Moraleja: el ruido también puede escribirse. El chiste, sin embargo, se alargó poco más de media hora tras media hora más de cola por treinta euros de entrada (o lo que es lo mismo, a euro el minuto), con una buena propina de deserciones nada más empezar. Por ese precio se echó en falta algún aliciente añadido –una consumición gratis, una camiseta de regalo o un simple programa de mano para saber de qué iba la cosa o, como mínimo, poner cara de entendido– porque la sensación de tomadura de pelo fue más fuerte que la buena impresión que dio Zorn en el último momento, cuando quebró el silencio de su ausencia dirigiendo in situ al trío, con gesto preciso y tajante, con un control absoluto de las entradas y del volumen y recalcando con un rostro muy expresivo la intensidad de las intervenciones. En ese bis demostró Zorn que lo visto y oído hasta entonces –esas piececitas que, pese a su brevedad, eran de desarrollo wagneriano; es decir, como un coitus interruptus que no se acaba nunca– no era puro azar absurdo, sino algo muy serio y tan difícil como poner orden al caos y salir ileso del empeño. De lo que no iba a escapar era de la horda de silbidos y abucheos que le esperaban al final por parte de un sector muy indignado de público que reclamaban la devolución del importe. Lo de esa noche fue un suicidio comercial en toda regla. Está claro que, para otra vez, sus seguidores habrán escarmentado lo suficiente y desde ahora procurarán informarse antes de arriesgar tiempo y dinero en experimentos tan vacuos como éste, más propios para una sala como la neoyorquina Knitting Factory que para sociedades menos acomodadas como la nuestra. Un apunte: "zorn" significa "ira" en alemán. Pues eso. // Iván Sánchez Moreno