Ballet Flamenco Sara Baras
Ballet Flamenco Sara Baras
Barcelona, Gran Teatre del Liceu
5 de septiembre de 2007
De un tiempo a esta parte, los espectáculos de flamenco proliferan tanto como los bares de diseño en Barcelona. El target es, sin embargo, siempre el mismo: el guiri despistado o el público cool. Da igual que esta Carmen no rehuya tópicos, sino que encima los fomente: el mantón de volantes, la peineta con moño, el vuelo de la falda, el ras del abanico, el beso a la platea… Eso sí, lo principal es vestir a Sara Baras con modelitos de Sybilla y vivos contrastes rojinegros, lucirle tipito con luces de través y poner la guinda típicamente racial con un duelo de machotes (en este caso, los supuestos personajes de Don José y el amante de la cigarrera). Pero menos por la disyuntiva del corazón partido, todo parece indicar que podría haber servido cualquier otra excusa para encadenar sendos pasos a dos. A la historia, todo sea dicho, le cuesta arrancar. Y para cuando lo hace, la Baras se pone farruca con el taconeo hasta la hartura. La estilizada elegancia marca de la casa disimula una hambruna de sustancia. Pone de manifiesto que todo es aquí mera forma la colaboración coreográfica del torero José Tomás para un pase de verónica más soso que una acelga hervida. Algún golpe de efecto para épater les bourgeois salva la función de la previsibilidad, como la saeta procesional del final ritmada por el balanceo de un silente coro griego, la mortaja ensangrentada con la que Baras cierra su último baile o el montaje cinematográfico de La habanera, recortando planos detalle de los bailarines en un juego de sombras y umbrales. Tampoco ayuda al conjunto su disparidad musical. Hasta diez autores firman su banda sonora, entre los que se cuenta con Javier Ruibal, José Carlos Gómez, Joan Valent y una pieza de Paco de Lucía reciclada de aquella pretérita Carmen (1983) del llorado Antonio Gades para la película de Carlos Saura. La partitura original –que citaba muy de pasada leves apuntes de la ópera de George Bizet, de El amor brujo de Manuel de Falla, de El bolero de Ravel y hasta de La consagración de la primavera de Igor Stravinski en ciertos pasajes sinfónicos– carecía tanto de personalidad que sonaba a refrito. El compendio de fandangos, alegrías, coplas, martinetes, seguirillas, sevillanas, tangos, bulerías y soleás produjo una saturación evidente. De nada servían los aderezos solistas del violinista Ara Malikian (que sustituía al director al frente de la Orquestra de l’Acadèmia del Liceu cuando Joan Valent se sentaba al piano) ni las intervenciones en vivo de una banda flamenca de cuatro guitarras, tres cantaores y un cajón. El artificio era tan plano como fría la pasión y esa economía del gesto expresivo salpicó también la escenografía, viéndose obligados a acompañar con un vídeo aquello que sobre el tablao no quedaba del todo claro: cuando estallaba el amor, se proyectaban llamas en el suelo; para simbolizar la devoción que sentían por ella, se trastocaba su nombre en “amén”; y así sucesivamente. Tras una ristra de aplausos de mitómanos, la Baras obsequió a Alejandro Sanz (presente en un palco privado) con un improvisado bis que de haberse insertado en medio de la obra aportaría lo mismo que nada. De ser así, nadie habría notado la diferencia. ¿Qué fue de aquella Mariana Pineda con rabia y fuego de hace unos años? Quizá le interesara más que el ministro de Cultura y el presidente de la Generalitat le tirasen flores en el estreno. Baras, pues, ya no tiene por qué innovarle nada al flamenco. Al menos, a ese otro flamenco que poco o nada tiene que ver con el jaleo gitano. Este producto light ni engorda ni alimenta, pero es un dulce tan tentador como caro. Más que nada, por el hambre que deja. // Iván Sánchez Moreno